Hija del silencio

Capítulo 8° Carmen.

El amanecer llegó con un aire fresco que atravesaba las rendijas de la pequeña casa. Marina apenas había dormido. Las palabras de Vicente la habían perseguido durante toda la noche, como un mal sueño que la hacía replantearse todo.

Se levantó temprano, intentando evitar el encuentro con sus padres. El sol apenas despuntaba cuando se calzó los viejos zapatos y se dirigió al restaurante donde trabajaba. El día prometía ser largo y agotador, pero Marina prefería hundirse en las tareas físicas antes que enfrentarse a las dudas que Vicente había despertado en ella.

El ruido de platos y ollas llenaba la cocina del restaurante. Marina fregaba sin descanso, con las manos hundidas en el agua caliente, mientras su mente divagaba. Las imágenes de Lucía aparecían una y otra vez: su pequeña sonrisa, sus ojos curiosos, las veces que había sentido su diminuto cuerpo contra su pecho. Un vacío en su interior se hacía cada vez más grande, como si una parte de ella misma estuviera lejos, en la casa de Vicente y Carmen.

—¡Marina! ¿Estás sorda o qué? —le gritó Marta, su compañera, interrumpiendo sus pensamientos.

—¿Qué? Perdona, no te escuché.

—La pila está desbordándose. ¡Espabila, mujer!

Marina cerró el grifo rápidamente, sintiendo las miradas de sus compañeros. Bajó la cabeza y continuó con su trabajo, deseando desaparecer. Cada día era igual: el cansancio físico, las miradas de lástima, y ahora, la culpa.

Cuando terminó su turno, Marina decidió no volver a casa de inmediato. Paseó por las calles polvorientas hasta la plaza del pueblo. Allí, las risas de los niños jugando le recordaron una vez más lo que había dejado atrás. Se sentó en un banco, observando cómo el sol se ocultaba detrás de las montañas.

De repente, sintió una persona a su lado. Levantó la vista y encontró a Carmen, que la miraba con ternura.

—Hola, Marina.

—Carmen... —La voz de Marina tembló al pronunciar su nombre.

—No quería molestarte, pero pensé que podríamos hablar.

Marina intentó hablar,incapaz de encontrar las palabras adecuadas.

—Lucía está bien, si eso es lo que te preocupa —dijo Carmen con suavidad—. Pero no puedo evitar pensar en lo difícil que debe ser para ti.

Marina bajó la mirada, sintiendo las lágrimas en sus ojos.

—No tengo nada para darle, Carmen. Ni un techo digno, ni una vida mejor. ¿Qué clase de madre sería yo?

Carmen suspiró, colocándose un mechón de pelo gris detrás de la oreja.

—Yo no soy quién para juzgarte, Marina. Solo quiero que sepas que no estás sola. Vicente y yo... estamos aquí para ayudarte, no para reemplazarte.

—Gracias, Carmen. Pero ahora mismo no sé si puedo ser lo que Lucía necesita.

—Tómate tu tiempo, Marina. Pero no te olvides de que eres su madre. Y ninguna riqueza en este mundo puede reemplazar eso.

Cuando Carmen se marchó, Marina se quedó sola en el banco, mirando cómo la oscuridad envolvía la plaza. La voz de Carmen resonaba en su cabeza: "Eres su madre."

Mientras caminaba de regreso a casa, una idea comenzó a formarse en su mente. Quizás había una forma de darle a Lucía lo que se merecía. Quizás, con sacrificio y esfuerzo, podría recuperar el lugar que había perdido.

Al llegar a la puerta de su casa, se detuvo un momento, respirando profundamente. Miró al cielo y pensó: "No puedo cambiar mi pasado, pero tal vez aún tenga una oportunidad para construir un futuro."




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