Hija del silencio

Capítulo 9° Pensamientos.

El frío de la madrugada cubría el pequeño pueblo de San Bartolomé con una neblina espesa que parecía devorar el paisaje. Marina, sentada al borde de su cama, miraba hacia la ventana, perdida en sus pensamientos. La casa estaba a oscuras, el sonido de los ronquidos de su padre y el sonido de las pisadas de su madre regresando del turno nocturno llenaban el silencio que había en la casa.

Las noches eran su peor tormento. Cada vez que cerraba los ojos, la imagen de Lucía aparecía en su mente como un espectro que no se borraba. Se imaginaba a la pequeña llorando, buscando su calor, el olor que conocía como suyo. Pero el recuerdo de esa noche, cuando la dejó frente a la puerta de Carmen y Vicente, volvía a interponerse, clavándole un puñal en el alma.

"¿Habrá llorado mucho?", se preguntó por enésima vez, mientras apretaba entre sus manos una pequeña manta que había pertenecido a la niña. La misma que no tuvo el valor de dejar con ella porque olía a su fragancia, como si fuera lo único que aún la unía a su hija.

La llegada de su madre rompió su trance.Ana,agotada y con las manos ásperas por los años de trabajo, dejó el bolso en la mesa del comedor. Miró a su hija con cara de cansancio y compasión.Había una brecha entre ellas que no se había cerrado desde la noche en que Marina regresó sola.

—No has dormido, ¿verdad? —dijo Ana con voz ronca mientras encendía la lámpara.

Marina negó con la cabeza, tragándose las lágrimas. No quería parecer débil frente a su madre, aunque sabía que ella lo entendía todo sin necesidad de explicaciones.

—Esto no puede seguir así, Marina. No te hace bien.

—¿Qué es lo que no puede seguir, mamá? ¿Respirar? Porque eso es lo único que estoy haciendo...

Ana suspiró y se sentó frente a su hija. Las arrugas en su rostro eran más profundas bajo la suave luz.

—Lucía está en buenas manos. Carmen y Vicente son buenas personas. Hiciste lo que creíste correcto...

Marina la interrumpió con un golpe en la mesa que resonó en la pequeña casa.

—¡No lo entiendes, mamá! Yo no tenía que dejarla, no tenía derecho...

—¿Y qué derecho tenías de criarla aquí, Marina? ¿Entre pobreza, gritos y tu padre que apenas puede mantenerse en pie? ¿Quieres condenarla a la misma vida que tú tienes?

Las palabras de Ana eran duras, pero la verdad detrás de ellas calaba. Marina sabía que su madre no intentaba herirla, sino sacudirla, devolverla a una realidad que ella misma no quería aceptar.

Marina se levantó de golpe y salió al patio trasero. El aire helado de la madrugada le golpeó el rostro, pero no era suficiente para calmar el dolor en su interior. Miró al cielo estrellado, buscando respuestas en un universo que parecía indiferente a su dolor.

—Lucía... —susurró al vacío, con los ojos llenos de lágrimas.

De pronto, un pensamiento atravesó su mente como un rayo.¿Y si Carmen y Vicente decidieran marcharse del pueblo?¿ Y si nunca volvía a ver a su hija?

El miedo se apoderó de ella, paralizándola por completo. Aunque se había convencido de que Lucía estaría mejor sin ella, la idea de perderla para siempre le resultaba insoportable.

Regresó al interior de la casa con pasos firmes, dejando a su madre sorprendida por el cambio en su expresión.

—Voy a encontrar la forma de recuperar a mi hija, mamá —declaró con una voz fuerte y segura.

Ana la miró sin decir nada, pero en sus ojos se reflejaba preocupación y al mismo tiempo orgullo. Por primera vez en mucho tiempo, Marina parecía viva, aunque el camino que había decidido tomar estuviera lleno de duras pruebas y baches.

Esa noche, mientras el pueblo dormía, Marina tomó una decisión que cambiaría el curso de su vida para siempre. No importaba cuánto tiempo le llevara ni cuántos obstáculos tuviera que enfrentar;recuperaría a Lucía,porque el amor de una madre no conoce límites ni barreras.




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