El invierno había llegado a San Bartolomé, y el frío llenaba de humedad las paredes de la pequeña casa donde Marina vivía con sus padres. El calor de la estufa apenas lograba mitigar el ambiente helado.
Desde el día en que dejó a Lucía en la puerta de Carmen y Vicente, su vida se había convertido en un lento arrastrarse por las horas, cada una más pesada que la anterior. Las preguntas y las habladurías de los vecinos se comentaban por todo el pueblo,aunque nadie se atrevía a enfrentarse directamente a Marina. Sin embargo, ella sabía. Sabía que todos tenían una opinión sobre lo que había hecho.
Esa noche, mientras lavaba los platos tras el servicio en el restaurante, la voz de su jefe sonó a su espalda.
—Marina, ¿te encuentras bien? —preguntó con un tono inusualmente amable.
Ella levantó la vista, sorprendida.
—Sí, señor. Solo estoy un poco cansada.
Él asintió, pero no se marchó.
—Escucha, si necesitas ayuda… sé que las cosas no son fáciles. A veces, hablarlo con alguien puede aliviar.
Marina apretó los labios y volvió a bajar la cabeza. Nadie podía comprender su tormento, y aunque el gesto de su jefe era bienintencionado, no había palabras que pudieran explicar el dolor constante de haber abandonado a su hija.
Cuando llegó a casa esa noche, encontró a su madre sentada junto a la estufa, con las manos agrietadas descansando sobre su regazo.
—¿Cómo ha ido el trabajo? —preguntó su madre sin levantar la vista del tejido que sostenía.
—Bien —respondió Marina, sintiendo la mirada de su madre, aunque esta no la mirara directamente.
Durante semanas habían evitado hablar del tema. Aunque su madre no había dicho nada directamente, Marina sabía que ella entendía lo que había ocurrido. Quizá era por eso que nunca la juzgó; quizá era porque también conocía de cerca el dolor de las decisiones difíciles en la casa.
Esa noche, mientras intentaba dormir, los recuerdos la despertaron. Lucía, con su pequeño rostro envuelto en la manta que había tejido su madre. El último beso que le dio en la frente. La carta que escribió con manos temblorosas y dejó junto a la puerta de Carmen y Vicente.
"¿Cómo estará ahora?"
Esa pregunta no dejaba de martillearle la mente. Imaginaba a Lucía en brazos de Carmen, siendo mecida con amor. Quería creer que había tomado la decisión correcta, que su hija estaba mejor de lo que estaría con ella, pero la duda la destruía.
Al amanecer, mientras preparaba su uniforme, Marina tomó una decisión; pasaría por la casa de Carmen, aunque fuera desde lejos, solo para asegurarse de que Lucía estaba bien.
El camino hasta el barrio donde vivían Carmen y Vicente se le hizo eterno. Con cada paso, su corazón latía más rápido. Cuando llegó frente a la casa, se escondió tras un árbol cercano. Desde allí pudo ver la ventana iluminada de la sala.
Una sombra cruzó la estancia, y Marina contuvo el aliento al ver a Carmen aparecer con Lucía en brazos. La niña parecía más grande, más fuerte. Y aunque desde aquella distancia no podía escucharla, imaginó su risa.
Una lágrima rodó por su mejilla. No sabía si era de alivio o de dolor.¿Había echo lo correcto?
Se quedó allí un momento más antes de girarse y caminar de vuelta a casa, con el alma un poco más rota pero el corazón dispuesto a seguir adelante.
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Editado: 10.02.2025