"Nuestro nido de amor", se leía en la puerta principal de la mansión Clifford. La sangre ya se había secado, los dedos que recorrieron la madera dibujando esa letra redonda y enorme yacían inmóviles y fríos pegados al cuerpo desgarrado de aquella mujer.
Por aquella época, 1910 para ser exactos, muchas familias ricas empezaban a construir sus ostentosas mansiones en Santiman; el motivo: lucirse ante las otras familias adineradas y embarrarles en la cara su poder adquisitivo.
Los Méndez, los Arriaga, los Stevenson; todos ellos crearon magnificas y enormes mansiones, algunas con estilos victorianos, otras con fachadas barrocas y muy pocas siguiendo la moda de las haciendas de campo. Pero ninguna de aquellas ostentosas edificaciones se comparó con la magnitud de la de Oscar Clifford, un adinerado hombre que construyó su casa en la sima de un cerro a las afueras del pueblo. La enorme construcción tenía cuatro pisos de alto, jardines llenos de hermosas flores orientales, las cuales soltaban sus exóticos aromas por las noches, perfumando el enorme terreno que se extendía bosque adentro; ese lugar era majestuoso.
El viejo Oscar, con sus 60 años de edad, jamás había contraído matrimonio; creía que ninguna mujer era lo suficiente buena para él, que todas querían su fortuna y que nadie en ese mugroso pueblo era una buena candidata para ser su esposa; sin embargo, el cabello rubio, la tez rosada y las caderas anchas de una humilde vendedora de flores llamada Rita lo cautivaron, no le importó que ella ya tuviera 10 hijos con sus cortos 35 años de edad. Las malas lenguas decían que esa hermosa mujer lo había hechizado, que era una bruja descendiente de las antiguas princesas mayas, que tenía pacto con el mismísimo satanás, que se podía convertir en loba dando tres vueltas hacia atrás y muchas cosas peores.
Se decía que Amy, la hija mayor de Rita, había sido engendrada por su propio abuelo, la gente comentaba que por eso Rita había huido de su pueblo a los 14 años y no por la falta de empleo como ella les hacía creer. Miles de historias rodeaban a esa mujer, muchas de ellas eran para desprestigiarla, nadie podía creer que el hombre más rico del pueblo se había casado con una vendedora de flores que cargaba con 10 bastardos de diferente padre. Aquello era inconcebible para la crema y nata de Santiman, intolerable.
Pedro, Claudio, Cristal, Bartolomé y sus hermanos pronto se convirtieron en el mayor dolor de cabeza para Oscar. Los gritos, carreras y chillidos de aquellos niños le hacían rabiar y rechinar los dientes, pero por amor a Rita nunca dijo nada de lo que sentía, aunque por sus gestos, muchas personas ya sospechaban el odio que el viejo guardaba en contra de esos niños.
Rita siempre había sido la chica que nadie tomaba enserio, la chica que todos deseaban por su belleza pero que después de aprovecharse de ella la dejaban sola y abandonada con otro hijo formándose en su vientre; sin embargo, cuando llegó el hombre que quería darle todo el amor que ella merecía, simplemente se dio cuenta que de que no lo necesitaba y encontró otro en Beatriz, la niñera de sus hijos. Al parecer, el cabello corto de color negro, su rostro níveo y angelical y su cuerpo bien proporcionado la cautivaron y Beatriz también cayó ante los encantos de Rita. Por fin se sentía entera, se sentía viva.
Los besos, abrazos y arrumacos de las dos enamoradas no fueron tan discretos como ellas pensaron; pronto el viejo gruñón de Oscar se enteró del engaño. Bebió por 7 días seguidos sin razón aparente. Después despidió a todos los sirvientes de su casa mintiendo sobre la mala racha económica de sus plantaciones de naranja, excepto a Beatriz y mandó a contratar a 6 extraños hombres para que vigilaran su territorio. Oscar se convirtió en un ser paranoico, lleno de miedos. Miedo a las pinturas de su casa porque decía que le querían robar su dinero, miedo a los perros porque los confundía con lobos, miedo a los niños porque creía que eran duendes malvados.
Con el rumor de carretas tiradas por caballos llegó la noticia de la muerte de uno de los primos de Oscar que vivía en la gran ciudad. El viejo tomó a su esposa Rita, la subió a su coche y por tres días se alejaron de aquella oscura y tenebrosa mansión. Quien diría que ese viaje envolvería una cruel tragedia que pronto azotaría a los 10 niños Clifford y nadie podía evitarla.
Las flores del jardín de la mansión soltaron su perfume embriagador cuando la noche las cubrió con su manto. Beatriz se había quedado a cargo de los niños, era la primera noche que la pasaban lejos de su madre. Los más pequeños estaban aterrados, impacientes por los ruidos secos de la madera al crujir en el cuarto piso, por el goteo del agua del grifo y por las ramas que arañaban los cristales de las ventanas, mientras que los mayores jugueteaban saltando de una cama a otra, inundando toda la casa con los estrepitosos sonidos del tercer piso.
Cuando el último grillo dejó de cantar entre la hierba seca, los 6 guardias cerraron las rejas de la propiedad, pusieron candado a cada cerradura y se juntaron todos frente a las puertas de la mansión. Tocaron incesantes una y otra vez hasta que Beatriz corrió a abrir vestida únicamente con su camisón azul y con su típica sonrisa blanca.