ANGELIC.
Mi nombre es Angelic, tengo 36 años, soy una huérfana y tomaré este espacio para contarles mi historia, claro, si les interesa.
Por cuestiones del destino viví desde mi nacimiento hasta mi infancia en un hogar de huérfanas llamado Santa Elena, el cual se erguía con altanería en la punta de un enorme cerro rodeado por un bosque gris y desolado, en donde apenas se escuchaban los cantos de los pajarillos y donde el viento azotaba con furia las puntiagudas hojas de los pinos más viejos y desvalidos. A pesar de lo tétrico que pudiera parecer, yo no conocía otra forma de vida y para mí eso era crecer con normalidad.
Agatha, Priscilla, Damiana, Amaral, Star y Queen eran las otras huérfanas que también vivían en el hogar Santa Elena, pero comparadas conmigo, ellas ya eran todas unas adultas, pues yo solo tenía 6 años de edad mientras la mayoría de ellas ya rebasaban los 13. A pesar de la diferencia de edad, las demás chicas eran muy buenas conmigo, me cuidaban, jugaban de lo que yo quisiera y me trataban como una hermana pequeña sin importarles que ninguna de nosotras compartíamos lazos de sangre.
También estaban Esmeralda, Cetrina y Rosita, quienes eran las encargadas de cuidarnos y enseñarnos. Con ellas aprendimos a leer, a escribir y a hacer muchos oficios que nos serian útiles al salir al mundo real. Muchos creían que ellas tres eran unas santas, unas almas de Dios o incluso ángeles caídos del cielo que se compadecían de las sucias niñas sin padres y que les daban un hogar y una familia, pero no era así. Como dije antes, ellas nos enseñaron diferentes oficios, a leer y a escribir, pero lo hacían sin querer, con rencor, con malicia, pues cada vez que yo no hacía algo bien, Esmeralda tomaba una larga regla de madera, me ordenaba que empuñara las manos y me daba 10 reglazos en cada nudillo hasta que me echaba a llorar.
Tal vez suena exagerado, pero eso no era nada comparado con lo que vivimos en ese lugar, nada con lo que nos estaba esperando; solo les puedo decir que nos robaron el espíritu, nos desquebrajaron.
Esmeralda era una de las ayudantes de mamá Rosita. Su rostro terso y blanco daba a entender que no tenía más de 23 años, pero su carácter agrio y sus malos tratos parecían los de una anciana achacosa de 90. Muchas de mis hermanas decían que estaba loca, pues hablaba con las paredes de la casa y le daba terror entrar al tercer piso del orfanato, creía que podía hablar con los muertos.
Junto con la rubia Esmeralda también estaba Cetrina, quien era una mujer de cabello negro y grueso y de piel tan oscura que parecía de color púrpura. Cetrina tenía unos 40 años, no tenía hijos y nunca se había casado, así que no tenía ningún problema con no dejar el orfanato. Ella era de la clase de mujeres que parecen un ángel frente a todos, siempre sonriendo y ofreciéndose a barrer la iglesia católica del pueblo o a lavar las cortinas del palacio municipal, pero dentro de las mohosas y húmedas paredes del orfanato, ella se convertía en un alma atormentada; envidiaba la belleza y juventud de Agatha y Prisilla, también sentía un cierto desprecio hacia los hombres, no le gustaba que se acercaran a ella y mucho menos que la tocaran, les tenía asco.
Y por último estaba la mujer más icónica que conocí, Rosa o mamá Rosita, como le gustaba que le dijéramos. Rosa era una extraña mujer, muy alegre y vivaz, pero también muy cruel, melancólica y vengativa. A sus 80 años de edad todavía se movía con la ligereza de una mujer de 20 y sus coloridas y largas ropas hacían que todos los del pueblo que estaba al pie del cerro de Santa Elena, la creyeran una mujer bondadosa y divertida. Esa mujer era hermosa, alta como un roble, blanca como la leche y agraciada como las diosas del olimpo.
Por alguna razón yo me convertí en la "favorita" de Rosa, siempre me pedía que la acompañara al pueblo cuando su tinte rubio empezaba a desaparecer de su corto cabello y las canas empezaba a surgir como gusanos intestinales. Al llegar al pueblo ella saludaba a todos muy cordialmente y con una dulzura fingida, también pedía que yo saludara a gente extraña que nunca en la vida había visto.
― ¿Cómo están las niñas? ― preguntaba siempre Sofy, una chica que también había crecido en el orfanato, pero que ahora se encargaba del mantenimiento de la parroquia de Santiman.
―Muy bien ¿y tú cómo estás cariño? ― respondía Rosa acariciando el níveo rostro de Sofy.
―No me puedo quejar. Susurraba la chica y bajaba la mirada, no se escuchaba muy convencida, es más, se escucha asustada y triste.
― ¡Que me alegro mi niña! ― Rosa le daba un beso en la boca y se marchaba tarareando canciones jubilosas de décadas pasadas.