Hijas Del Orfanato

CAPITULO 3: MALDITAS BRUJAS.

AGATHA.

"Si nunca han sentido lo que es el dolor, dejen que yo les de algunas dosis".

Todas las chicas que crecimos en el hogar Santa Elena, llegamos a ese lugar porque algunos jóvenes demasiado excitados y poco inteligentes no calcularon bien el calendario y no se quisieron hacer cargo de ninguna de nosotras; fuimos la piedra en el zapato de sus metas y sueños. Excepto Angelic, quien fue concebida por otra chica que también vivió en ese mismo hogar. Decían que esa niña se había embarazado de un chico del pueblo y no pudo soportar el parto, aunque muchas de mis hermanas contaban que en realidad mamá Rosita le había dado un brebaje venenoso que la mandó al otro mundo. Es probable, pues a esa bruja no le gustaba que nadie la desafiara y haberse embarazado fue una gran bofetada en su orgullo.

Nunca tuve el mejor carácter del mundo, a veces me tornaba iracunda y terca como un pequeño y lindo huracán, como la vez que le abrí la cabeza con un amasador a Queen por no darme la última rebanada de pan integral que había, pero eso es otro tema. La vida me enseñó a ser tan dura como una roca y cuando eres una huérfana ella también te enseña a defenderte de los insulto y malos tratos, mejor dicho, a defenderte de 17 años de insultos y malos tratos.

En algunas ocasiones daba la impresión de que no me importaban mis hermanas, pero si lo hacían, y mucho. De hecho, tenía planeado buscar la forma de sacar a todas de ese infierno, aunque sabía que la tendría muy difícil porque las tres brujas nunca me dejarían que me las llevara y mucho menos Cetrina, la peor de todas, peor que mamá Rosita.

Cetrina siempre me había envidiado, envidiaba mi piel tersa y blanca, mi cabello rubio y laceo, mis ojos verdes y mi refinada figura. A pesar de estar mal alimentada tenía lo mío y eso le molestaba; sin embargo, también me deseaba, me deseaba con locura, y para prueba de ello, esa mujer fue la primera persona que tocó las partes de mi cuerpo que yo no sabía que podían sentir algo, yo tenía apenas 8 años. Esa mujer era asquerosa, y la odiaba más de lo que ella me odiaba a mí.

Una tarde calurosa de verano, como la mayoría de tardes en Santiman, ayudaba a Cetrina a preparar la cena: caldo de hierbas con crema creo; cuando se me salió hacer un comentario inocente sobre: ¿Cómo será casarse? ¿Cómo será tener hijos? y ¿Cómo será quedarse solterona y sola? Debo de admitir que lo hice para hacerla enojar, pero no creí que ella llegara hasta esos niveles de locura, pues luego de unos minutos de un incómodo silencio, Cetrina salió de la cocina muy despacio, entró a la sala principal y volvió con unas tijeras plateadas.

― ¡Son para cortar un trapo que usaré como limpiador del horno! ―dijo con una inusual dulzura.

No imaginé que fuera a hacer algo, así que me volteé hacia la olla de caldo y estuve moviéndola unos minutos, hasta que, sin mediar palabras, Cetrina me tomó del cabello y me haló hacia atrás, tomó sus tijeras y me fue cortando el pelo por tajos desproporcionados, cada vez más grandes y con más volumen. Su pesado cuerpo impidió que yo pudiera hacer algo más que llorar y tratar de gritar tras su mano que bloqueaba mi boca con fuerza. Entre el vaivén de los forcejeos recordé esa noche, su cuarto oscuro y yo con mis 8 años y tuve miedo otra vez.

Cuando creí que todo había terminado, me acurruqué en una esquina de la cocina a llorar mientras tomaba mi cabello del suelo y me acariciaba la cabeza, pero a Cetrina no le pareció suficiente castigo, así que volvió a tomar las tijeras y agarrando con fuerza mi rostro, me dibujó líneas que hacían que sangrara y que con el tiempo me dejarían marcada y con vergüenza de mostrarme en el pueblo. Creí que mamá Rosita haría algo cuando yo se lo contara en medio de lágrimas, pero lo único que me dijo fue: "Tú te lo buscaste niña babosa". Desde ese día, entendí que nadie me protegería, yo misma tendría que hacerlo.

Los meses seguían pasando en ese lugar, todo era gris y monótono como siempre, pero pronto apareció la más grande de mis torturas. Rosa enloqueció, empezó a comprar más y más cosméticos que según ella le ayudarían a desarrugar su vieja piel. Desde mi habitación se escuchaban sus gritos y reproches, su espejo se había convertido en su peor enemigo, su búsqueda de juventud se convirtió en una obsesión que la hizo gastarse todo su sueldo y todo el dinero del mantenimiento del orfanato. Pidió prestamos en el banco y en el pueblo, tenía deudas por todos lados y la única manera que esa mujer encontró para generar más ganancias y poder pagar lo que debía, fue venderme a mí y a Priscilla como unas sucias rameras a un hombre nuevo cada noche de cada viernes. La odie por eso, la odié como nunca pensé que podría hacerlo.

La primera noche caminé en medio de dolor y llanto hacia las regaderas, las luces parecían anaranjadas y por alguna razón en el tercer piso siempre titilaban. Cuando llegué a las regaderas, Priscilla lloraba en el fondo de uno de los baños; decidí ignorarla, me quité la ropa y los zapatos, me metí a la ducha y encendí el agua.



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En el texto hay: asesinatos, fantasmas, feminismo

Editado: 05.10.2018

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