ANGELIC.
Viernes 18 de marzo del 2005.
"Quise volar, volar muy alto, volar tan lejos de ese lugar como fuera posible".
Una noche, para ser precisa, una fatal noche, me desperté con sed, sentía un escozor molesto rozando mi garganta, como si un gusano tratara de trepar por ahí hasta poder salir por mi boca. Me puse de pie, estiré mis brazos y ladeé mi cuello hasta escucharlo crujir. Arrastré mis pantuflas blancas buscando un vaso con agua, tendría que bajar hasta el primer piso, hasta la cocina. Sabía que, si despertaba a alguna de mis hermanas, todas se despertarían, ya era una niña grande, podía ir yo sola.
Caminé por el oscuro pasillo a las afueras de la habitación, acompañada únicamente por la tenue luz de luna que guiaba mi camino y por susurros extraños en mis oídos, observando los escalofriantes retratos de niñas que habían vivido en ese lugar mucho antes que yo. Luego bajé las frías escaleras de mármol que se erguían como guardianes de la casa, tan nobles como viejas y frías.
―Cuidado. Escuché decir a alguien, tal vez era una de las muñecas con las que hablaba, Cristal creo que se hacía llamar.
Hice caso omiso a la advertencia, me dirigí a la cocina y me acerqué al dispensador de agua. Después de tomar un vaso de agua fría que hizo que me dolieran mis pequeños dientes, me dispuse a regresar a mi habitación, pero una luz que se cristalizaba en las ventanas, proveniente de afuera de la casa llamó mi atención. Era Rivaldo, vigilando los terrenos del orfanato con tanta pereza que cualquier maleante podría entrar y asesinarnos a todas, partirnos el cuello como lo hacían los mercaderes con los perros callejeros de la plaza principal de Santiman.
― ¿Y los perros? ― pregunté asomándome a la ventanilla de la puerta principal, la cual estaba cerrada con muchos candados para evitar que volviéramos a escapar.
Rivaldo pareció no escucharme, seguía apuntando la luz de su linterna hacia los columpios del jardín delantero, esos que se movían sin que nadie los empujara.
― ¿Y los perros? ― grité con todas mis fuerzas para que el velador me pusiera atención.
Rivaldo volteó sorprendido hacia mí, como si me hubiera confundido con uno de los fantasmas con los que Esmeralda y Star hablaban.
―Aquí están, pero Lucy está un poco enferma―. Respondió Rivaldo alumbrándome la cara con su linterna, haciendo que mis ojos se cerraran al instante.
Los susurros en mis oídos aumentaron, parecían gritos, pero por alguna razón no quise escuchar lo que decían; todo hubiera sido diferente si lo hubiera hecho.
―Pobrecilla, mañana iré muy temprano a verla. Dije bajándome del banquillo que me permitía ver por la ventanilla.
La luna brillaba con intensidad, cada rayo perforaba con fuerza los cristales de las ventanas de Santa Elena, traspasando incluso las cortinas de ceda rosada de mamá Rosita. Siempre creí que ese cuerpo astral presentía cuando algo malo pasaría y para advertimos, brillaba tan fuerte que nos cegaba con su luz, o simplemente le gustaba ver un poco de sufrimiento para alegrar su monótona vida cósmica.
―La puedes ver hoy de una vez. Dijo Rivaldo con un tono dulzón, muy extraño de él.
―Pero me regañarán.
―No si nadie se entera. Respondió estirando su fornido brazo moreno para quitarle candado a la puerta.
Una sensación extraña me recorrió el cuerpo, la misma sensación que tienes cuando caminas cerca de un perro rabioso, esa sensación de peligro y vulnerabilidad. Debí de haberlo entendido, pero como iba a hacerlo, solo tenía 6 años.
―Mejor mañana. Respondí caminando de espaldas hacia las escaleras.
La casa se sentía aterradora, las sombras y los rincones guardaban seres malévolos; los sonidos de chirridos y pasos inundaban mis oídos, empecé a sentir miedo, los susurros de mis amigas las muñecas se habían esfumado, estaba sola.
― ¡Ven, vamos de una vez! ― insistió Rivaldo con una sonrisa que me ponía nerviosa.
―Está bien, pero no vayas a decir nada. Dije con inocencia, pero la verdadera razón por la que acepté salir fue porque me aterraba estar sola en esa enorme casa, me llenaba de miedo la idea de que todas mis hermanas durmieran mientras yo seguía despierta.
―Claro que no. Rivaldo se quitó la gorra de guardia y su cabello cortísimo se dejó ver por los rayos de la luna.
Salí muy despacio para que nadie me escuchara, jalando poco a poco mis pantuflas y agarrando mi largo camisón blanco; a medida que caminaba tras Rivaldo me arrepentía más de mi decisión, pero no quería decirlo.