PRISCILLA.
Madrugada del domingo 20 de marzo del 2005.
“Muchos nos llamarán desalmadas, asesinas o psicópatas, pero lo que hicimos con Rivaldo fue solo autodefensa”.
Luego de matar a Rivaldo y de pasar más de 15 minutos acuchillando su cuerpo tratando de sacar toda nuestra ira contenida por años, decidimos recoger todo lo que habíamos usado para acabar con él. Subimos el cuerpo y los instrumentos a una vieja carreta de madera que estaba en el cuarto del cerdo y nos dirigimos hacia afuera del orfanato, lejos del pueblo, muy muy adentro del bosque, el cual lucía plateado por la luz de la luna que nos daba en todo su esplendor.
Mi cuerpo seguía temblando, aquel golpe de adrenalina me había provocado un ataque de ansiedad. Mi boca estaba seca, me dolían los músculos de los brazos y la sangre de Rivaldo seguía corriendo por mi rostro, ni siquiera nos habíamos limpiado antes de salir de Santa Elena.
―Acabamos de matar. Dije sin poderlo creer, mientras se dibujaba una nerviosa y rara sonrisa en mi rostro.
― ¿Creen que hicimos lo correcto? ― preguntó Damiana halando con dificultad la carreta por en medio de las serpenteantes raíces de los pinos.
― ¡Claro que sí! ― respondió Agatha volteándose hacia Damiana con una mirada asesina. ―No nos vallas a salir con tu estúpido arrepentimiento, esto es lo correcto.
Siempre había existido una rivalidad rasposa entre esas dos chicas. Una quería tener el mando del grupo y la otra solo obedecía lo que su libro sagrado le decía. Era el caldo perfecto para que cualquier pequeño detalle se convirtiera en una explosiva conversación.
― ¿Y tú quién te crees que eres? ¿la jefa de todas? ― refutó Damiana soltando la carreta y caminando hasta quedar frente a frente con Agatha.
―Pues entonces ve y diles a todos que matamos al velador del orfanato, porque matamos mi reina, todas ¡tú también! ― los ojos de Agatha brillaban con la luz de la luna mientras su dedo índice derecho apuntaba directamente al rostro de Damiana. Las dos se veían preciosas, tal vez la sangre en sus rostros no les quedaba tan mal.
― ¡Estás loca! ― Respondió Damiana regresando a su lugar.
― ¡Todas aquí estamos locas, todas aquí somos unas asesinas desalmadas! ― gritó Agatha muy alterada.
La incomodidad del silencio reinó por algunos instantes, nadie se atrevía a decir algo, no nos gustaba discutir con Agatha cuando se ponía con ese humor tan explosivo.
―Hay que seguir. Sugirió Queen tomando de la mano a Agatha, quien parecía que en cualquier momento arremetería contra Damiana.
Seguimos caminando bosque adentro, la maleza marchita reinaba por todas partes, sobre la tierra podíamos ver los cadáveres de furtivas lombrices que perecieron tratando de saciar su sed. Sobre las copas de los árboles y entre las ramas esqueléticas yacían recuerdos de antiguos nidos de alondras, hogares abandonados por la llegada de la temporada seca. La luz de la luna aún brillaba con la misma intensidad, haciendo que sus rayos perforaran desde las alturas hasta el suelo, convirtiéndolo en un manto plateado.
―Rivaldo no se fue del todo. Comentó Star viendo hacía la oscuridad del bosque, pero nadie le prestó atención, siempre creímos que estaba un poco loca o que tenía algún tipo de autismo no detectado que la hacía decir tonterías.
Tal vez pasaron unas dos horas desde que salimos del orfanato, estábamos agotadas de jalar y empujar la carreta, pero luego de mucho, por fin llegamos hasta la orilla de un río que nadie transitaba. Descansamos un momento, nos limpiamos el sudor mezclado con sangre y suspiramos aliviadas.
―Es hora. Dijo Amaral moviendo sus manos, con un toque de miedo en sus ojos.
Queen bajó las palas de la carreta, nos dio una a cada una y empezamos a cavar un agujero de un metro y medio en la arena, así el cuerpo se descompondría más rápido por la humedad. Tardamos una media hora en cavarlo, lo hicimos los más rápido posible para evitar que la mañana nos sorprendiera.
―Polvo eres y en polvo te convertirás. Masculló Damiana viendo el cuerpo de Rivaldo con un tenue sentimiento que parecía arrepentimiento.
Agatha, Star y Queen bajaron el cuerpo y sin tener el menor cuidado lo lanzaron de bruces en el agujero, el sonido provocado fue grotesco, como una bolsa de plástico llena de agua siendo estrellada contra la pared.
―Es hora de rellenarlo. Comentó Queen lavando sus manos morenas en el agua cristalina.
También metí mis manos en el agua fresca y transparente, me lavé la cara para dejar de sentir ese sabor arenoso en mi boca y no dije nada por unos instantes, tan solo observé como el río seguía corriendo sin parar, diminuto y claro en comparación con lo que se convertía en la época de lluvia, donde cada año se terminaba llevando el puente del pueblo y derribando los letreros de las vallas publicitarias de su rivera.