Hijos de Cielo y Luz

Prólogo

 

El viento fresco del anochecer mecía las hojas de los árboles, el murmullo del movimiento viajaba a través de todo el bosque hasta llegar a los oídos de Sena, quien se encontraba recolectando lo último de la cosecha antes de que comenzara el invierno. Su cabello onduló en el aire y elevó la vista de las hierbas hacia los árboles susurrantes. Le dio un vistazo al cielo y se dio cuenta de que la noche sería helada y oscura, pues la luna parecía latir con urgencia, como si estuviera avisándole que era hora de irse a casa.

Introdujo un poco más de lavanda a su canasta antes de sacudirse las manos en la falda larga y beige que colgaba de su cintura. Eso sería todo por aquel día, la colecta podría continuar el día siguiente.

Al andar por el sendero que le guiaba a su cabaña, acarició las plantas que crecían ininterrumpidas a los lados del camino. El sonido de sus pies aplastando las hojas caídas por el otoño era el único ruido humano en la vasta naturaleza. Al ver la cabaña a lo lejos notó que la vela que funcionaba como luz exterior ya estaba encendida, su llama bailando de lado a lado dentro de la caja de cristal colgante. Volvió a mirar a la luna, esta vez con una ceja alzada.

—¿Qué es tan urgente que te hizo llamar a Jowangsin*?—inquirió, sin obtener respuesta. Tampoco esperaba una.

No obstante, al acercarse más a la vivienda, algo en su pecho comenzó a vibrar.

Los árboles susurrantes, la advertencia de la luna, el rastro de la presencia de un dios en su casa y ahora aquella sensación latente en su pecho, como las ondas de la brisa sobre el agua, se le hacían de lo más extraño.

Era familiar, la sensación, pues la embargaba en rituales importantes, a través de las ondas musicales de los tambores o cuando su deidad se manifestaba. No era común sentirlo en una noche como aquella, tan banal, tan corriente; una noche más de otoño en el calendario. Sin embargo, no perdió la calma, pero no pudo evitar que arrugas cargadas de preocupación aparecieran en su frente.

Sena abrió la puerta de la cabaña y dejó sus zapatos en un pequeño mueble al lado de esta. Se despojó de su bufanda y ató su cabello largo, negro y ondulado, pues dentro de la casa el calor podía sentirse un poco intenso en contraste al frío clima del exterior.

Caminó a la cocina para depositar la canasta con la cosecha de ese día y un suspiro de alivio se escabulló a través de sus labios al sentirse en casa. Estaba exhausta, los preparativos para el invierno y el nuevo año siempre agotaban su cuerpo y su mente.

Apartó de su mente la extraña sensación por un momento y pensó que le vendría bien un buen baño tibio con aceite de lavanda. Sí, eso era exactamente lo que necesitaba, quizás la deidad estaba tan agitada dentro de ella porque le estaba urgiendo a tomarse un descanso.

Sena rio para si misma, aquello sonaba espléndido, pero improbable.

Estiró sus brazos y su cuello de frente al mesón de la cocina antes de darse media vuelta y encaminarse al sofá de la sala.

Cuando se inclinó sobre la mesita en medio de la habitación para tomar el control remoto del televisor, una corriente de aire frío pasó por su nuca, como si alguien le hubiera respirado justo ahí. Sus vellos se erizaron y la vibración en su pecho se intensificó tanto que Sena se inclinó hacia adelante al ser tomada por sorpresa.

—Por todos los dioses, ¿Qué te sucede? —susurró mirando hacia su pecho. La energía que habitaba su cuerpo parecía brincar y danzar dentro de ella y en un arrebato de fuerza hizo que Sena se volteara y quedara frente al pasillo.

A pesar de saber que las habitaciones estaban allí, Sena supo que él quería ir al altar que estaba al final del corredor. Con cada paso que daba sentía el calor crecer en su esternón y las ondas de la vibración se sentían con tal fuerza que juraba verlas salir a través de sus dedos.

Al estar frente a la puerta, su corazón parecía querer salirse de su pecho, pero cuando la abrió y entró a la habitación, llena de pergaminos antiguos abarrotando los estantes y libros encuadernados en cuero brillante, una ola de tranquilidad arremetió contra ella.

Sena podía ver el cielo despejado a través de la claraboya, la luz de la luna iluminando parcialmente la habitación a oscuras. Era extraño que el firmamento estuviera tan despejado en ese tiempo del año, pero aquella noche parecía tornarse cada vez más extraña, por lo que Sena simplemente dejó de cuestionar. Al sentir la fuerza con que la deidad la había movido y guiado hacia ese espacio de su hogar supo que había algo más allá de su entendimiento que debía ver, que debía encontrar para que su interior se calmara y la naturaleza volviera a tomar su ritmo.

Miró a su alrededor buscando con la mirada lo que él quería que viera, sin tener éxito.

«Eso es porque estás viendo con los ojos...»

Habló la voz dentro de su pecho tibio.

Aquello le causó un sobresalto: nunca lo había escuchado tan claro. Él solía comunicarse con ella a través de murmullos melódicos, a través del viento, a través de árboles susurrantes, nunca tan claro, nunca tan fuerte.

—Y debo ver con el corazón... —completó. Esa frase fue una de las primeras que le enseñó cuando aprendieron a coexistir, no la había escuchado desde hace mucho pues siempre se esforzaba por ver a través de las cosas, de las personas, con los ojos de su corazón en vez de los dos orbes que tenía adheridos a la cabeza.

Barrió la habitación con su mirada y de pronto le pareció ver un halo de luz lunar alumbrar un montón de pergaminos enrollados en el rincón de un estante. Se acercó a ellos y empezó a revisarlos.

Notó que su luminosidad disminuía cada vez que apartaba uno de la pila. Por un instante llegó a pensar que estaba buscando en el lugar equivocado, hasta que, al apartar dos pergaminos polvorientos que se encontraban casi al fondo de la esquina, apareció ante ella un rollo de papel tan antiguo que las orillas de los costados se deshacían con cada toque. Sin embargo, aquello no era lo más impactante de un pergamino viejo y deshecho, sino el brillo que emanaba.




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