Al principio de los tiempos reinaba la oscuridad. El comienzo y el final del vacío exuberante era desconocido.
De las tinieblas solitarias un orbe de luz emanó y creció hasta iluminar el rincón más oscuro. Pero tal y como a la oscuridad, la soledad pronto la envolvió. Desolada, se fragmentó en miles de pedazos y viajó a lo largo y ancho del universo, dando a luz a las estrellas y galaxias.
La tierra brotó de un trozo del orbe, cielo y superficie formando una sola masa. Maitreya, creador del norte, separó a los hermanos con sus propias manos y le dio vida al horizonte. Sin embargo, el refugio de la tierra no le fue suficiente y, tan pronto como quiso, la abandonó.
El cielo y la montaña clamaban adoloridos. La luz madre, al escuchar el llanto recorrer el universo acudió a ellos. Fue así como el Cielo y la Luz se encontraron e iluminaron el mundo entero.
Durante el día, el Cielo y la Luz se hacían compañía. En las noches la Luz debía partir, tiñendo de aflicción las tinieblas.
En uno de esos días, antes del anochecer, la Luz reveló en el firmamento un obsequio para su amado.
«Te regalo esta luna, en ella verás mi reflejo en las noches oscuras y así la soledad no te causará más pesar»
Conmovido, el Cielo lloró, lloró y lloró, hasta que entre las montañas corrieron los ríos y al final de ellos, el mar.
Los años pasaron, luego los siglos y milenios, con el Cielo y la Luz danzando sin cesar, creando con su baile eterno la vida en forma de plantas, animales y humanos.
Era etérea, la vida entre ríos y montañas. El Cielo y la Luz contemplaban maravillados su creación, fruto del amor celestial.
Sin embargo, a pesar del obsequio de su amada, cada vez que anochecía el Cielo rompía en un llanto desconsolado. La Luz, escuchando el pesar de su cielo, adolecía.
Así, del dolor, nació la muerte.
La Muerte, nacida de la aflicción y renegada por sus padres, se desquitó con su creación más preciada: la vida. Engañaba a los hombres y les hacía ver traición donde no la había, dejando tras ella la guerra.
Con el dolor y la muerte, los hijos clamaban misericordia a los padres celestiales en sus oraciones, pero el Cielo y la Luz no daban abasto, causando así mucho más dolor y más almas perdidas.
Los siglos pasaron y las guerras terminaron, las oraciones dejaron de ser ensordecedoras, el Cielo cesó su llanto y la Luz recuperó su brillo fulgurante.
Ante la paz entre sus hijos, los padres celestiales decidieron otorgarles un regalo a aquellos que mantuvieron su fe: la próxima generación de hombres y mujeres portarían un fragmento de Cielo y Luz en sus almas.
Aquellos con el don serían eruditos inigualables, maravillosos músicos, poetas encantadores y fieros guerreros.
No fue mucho el tiempo que pasó antes de que La muerte viera el brillo en las nuevas almas. La suya, negra como obsidiana, se fracturó aún más con la furia que le embargó al enterarse de los dones que sus padres le habían otorgado a tan inmunda creación, como eran los humanos.
La risa del verdugo surcó los cielos y los mares cuando aplastó con su puño la primera luz bendecida. Convirtió en su misión la tortura de dichas almas, acabó con pueblos enteros en su búsqueda, repartió pestes allá donde llegaba y el destino de los benditos, que alguna vez fue luminoso, se tornó oscuro como lo había sido el firmamento antes de la aparición de La luz.
Pero entre los benditos, dos almas brillaban incandescentes. Allí entre los hijos del Cielo y la Luz, dos almas guerreras nacieron con la marca de las tres diosas del destino. Al verlas, la curiosidad e intriga de La muerte se incrementó.
Nacidas para encontrarse, el destino las guio al mismo lugar y a la misma época, donde la Luz hizo florecer el más hermoso retoño.
No obstante, nadie, ni siquiera el destino, pudo predecir la aparición y los juegos de la Muerte, quien, solitaria y envidiosa, tiñó la flor del color de la traición y de oscuridad la marca de las almas guerreras.
El hijo de la Luz pereció bajo los trucos de la Muerte y el guerrero del Cielo lloró, gimió y sollozó con sus manos teñidas de sangre. Su clamor llegó a los oídos de su padre, quien al oír la promesa que brotaba de sus labios, decidió brindarle otra oportunidad para reencontrarse con su luz amada, recordando el dolor que él mismo había sentido al separarse de la suya.
"Cuatro vidas tendrán nuestros hijos para nuevamente juntos danzar. La promesa sembrada habrá de ser cosechada bajo la luna reflejada en su espejo eterno. La montaña será testigo y le brindará su ayuda al hijo del Cielo.
Cuatro rostros portarán y los recuerdos en un cofre sellado permanecerán.
Habrán de tener cuidado, pues la Muerte, rencorosa y cruel, aguardará sumergida en el reflejo, perfeccionando sus trucos y juegos para cubrir a la hija de la Luz con su manto oscuro. Extinguirá el fuego de su vida y el inframundo celebrará cuando las almas guerreras sean condenadas a la eterna soledad."
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