Yoonah
Yoonah tenía tan solo seis años cuando llegó a Busan en un tren enorme y rápido como la luz. Han Ara, su madre, le había explicado, en un lenguaje que ella pudiera entender, que ya no regresarían a la provincia donde había nacido. Más tarde en su vida, Yoonah comprendería que, para sus abuelos, las madres solteras y abandonadas no merecían el honor de formar parte de la familia.
No recordaba muy bien ese día, al menos no la parte cuando subieron al tren y se despidieron de los valles cubiertos de flores primaverales y la costa comenzó a saludarles. Sin embargo, sí recuerda claramente cuando se detuvieron frente a una pequeña casa con macetas de flores coloridas, paredes rosa pastel y una señora muy parecida a su abuela esperandolas en la puerta con una sonrisa tan luminosa que el sol quedaba chico a su lado.
La mujer era robusta y elegante. Yoonah notó la similitud entre sus cabellos: corto y un poco ondulado, aunque en el de la mujer algunos mechones grises se asomaban entre las hebras castañas.
Sunghee era el nombre de aquella señora que avanzó hacia ellas y envolvió a su madre en un abrazo apretujado, ambas soltando lágrimas tan veloces que apenas se lograron distinguir y, preocupada, Yoonah soltó la mano de su madre y se aferró a sus piernas.
—Eomma* ¿Por qué lloras? —su voz salió trémula y Ara, al escucharla, se separó de la mujer desconocida, secando sus pómulos brillantes por el llanto y dirigiéndole una cálida sonrisa.
—Son lágrimas de felicidad, Yoon-ah* —la joven mujer se agachó frente a ella y la levantó, cargándola contra su costado—. Te presento a la tía Sunghee, vamos a vivir con ella por un tiempo y va ser muy divertido.
Cuánta razón había tenido su madre. En sus años de adolescencia, había sido ella su compañía favorita. Las tardes de lectura junto a su tía se convirtieron en los momentos de su infancia a los que Yoonah viajaba cuando sobrellevar la adultez era un desafío.
No obstante, Sunghee no fue la única persona que Yoonah conoció aquel día que dejaría una marca significativa en su vida.
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Lunes
El sonido de las teclas de los ordenadores y un leve murmullo de conversación eran los únicos ruidos que había en la oficina. Ya era la hora del almuerzo y había logrado terminar de escribir el borrador del artículo para el miércoles y empezaba a trabajar en uno nuevo.
Muchos de sus compañeros ya se habían levantado para ir a comer, ya fuera en los restaurantes adyacentes o en el comedor del piso, pero Yoonah estaba esperando por Nari, quien le rogó para que la esperara. La chica veía su teléfono ausentemente, simplemente para pasar el rato, hasta que una apenada Nari se le plantó en frente.
—Perdón, perdón, Mina me pidió un favor pero ya terminé.
Yoonah se puso de pie y tomó el abrigo que descansaba en el respaldo de su silla y confirmó que su monedero siguiera en uno de los bolsillos.
—¿Mina otra vez? —preguntó con fastidio. Esa chica siempre robaba tiempo de las horas de descanso de su amiga.
—Si, igual no te preocupes, sabes que puedo absorberme el almuerzo en tres minutos.
El camino hacia la planta baja estuvo lleno de la usual plática ligera. Nari era el tipo de persona que podía sacar cualquier tema de conversación solamente para llenar los silencios de Yoonah, quien era más callada y retraída. A veces, Yoonah pensaba que esa era la razón por la que eran tan buenas amigas: Nari hablaba y ella escuchaba gustosa.
La mitad de su hora de almuerzo transcurrió como siempre. Hacía un clima otoñal bastante helado, por lo que la brisa de la playa les hacía tiritar un poco de vez en cuando, pero ese pequeño detalle no impedía sus almuerzos frente al mar.
El sonido de un mensaje entrante interrumpió la amena conversación, venía del teléfono de Nari. Mientras su amiga revisaba la notificación, Yoonah aprovechó para mirar la hora y responder cualquier mensaje o correo que le hubiera llegado.
Nari suspiró, sin embargo, fue el silencio pesado e inusual que cayó sobre ellas lo que hizo que Yoonah mirara con preocupación a su amiga.
—¿Quién es? —inquirió. Nari metió un mechón rebelde de cabello negro y liso por detrás de su oreja, dejando a la vista su semblante preocupado y un ceño fruncido.
—Es Daniel.
Yoonah sintió su pecho llenarse de alegría; Daniel era otro de sus tres amigos cercanos. La castaña se inclinó sobre el celular de Nari, intentando leer lo que su otro amigo decía.
—¿Qué dice? —preguntó al no poder leer desde tan lejos. Nari la miró con ojos intranquilos y toda la alegría que sintió al saber que era Daniel se desvaneció con esa mirada.
—Me preguntó si he hablado con Haneul recientemente.
Kim Haneul, el cuarto y último miembro del grupo. Habían sido cercanos en su infancia, pero Yoonah suponía que, al crecer, algunas personas simplemente se alejaban.
En la universidad, cuando Nari conoció a Daniel y lo invitó a unirse a su pequeño grupo de estudio, Haneul apareció con él el primer día. Con el tiempo, una amistad volvió a surgir entre ellos, pero esta vez mucho más distante.
Yoonah levantó una ceja y continuó comiendo del sándwich de pollo que había comprado en la tienda de conveniencia.
—¿Y por qué esa cara?
—Porque le dije que no y me pidió que te preguntara a ti -al escuchar eso, Yoonah alzó ambas cejas, sorprendida.
—¿A mí? —exclamó, dándose golpecitos en el pecho, luchando por pasar el pedazo de pollo que tragó sin masticar al quedarse pasmada. Era cierto que eran amigos de nuevo, pero estaba segura de que el número de veces que habían mantenido una conversación por teléfono era menos de cinco.
—Yo pensé lo mismo, por eso mi expresión.