Yoonah
La pequeña Yoonah estaba sentada en los escalones de su nuevo hogar, comía una galleta de chispas de chocolate con un vaso de agua que sostenía en su otra mano, mientras su madre y su tía conversaban cosas de adultos. Ella miraba con sus ojos oscuros y curiosos la delgada fila de hormigas que transportaban pequeñas hojas de un lado del jardín al otro cuando un ruido sordo la sobresaltó, causando que el agua se derramara y el resto de la galleta cayera al suelo, quedando a merced de las hormigas.
Un mohín apareció en su rostro y, molesta, se levantó con la intención de averiguar qué o quién había sido el causante de esa tragedia. Aunque la verdad es que aquello era tan solo una excusa, pues Yoonah estaba realmente aburrida; había descubierto que los insectos no eran muy buena compañía.
Se acercó al pequeño muro que cercaba la propiedad, lo suficiente para poder asomar su cabeza y ver a la calle. Miró a la derecha primero, no había rastro de personas o autos, pero cuando miró a la izquierda abrió sus ojitos desmesuradamente: había un niño en la calle sentado al lado de una bicicleta con lágrimas brotando de sus ojos.
Junto a él había una niña más grande que salió corriendo apurada, quizás para notificarle a sus padres del pequeño accidente. Ambos se parecían mucho, por lo que Yoonah asumió que eran hermanos.
Pronto se dio cuenta de que el niño tenía una herida en su rodilla que no dejaba de sangrar. Al ver la sangre, se sintió un poco mareada.
Un par de minutos pasaron y la otra niña no aparecía por ninguna parte. El niño había dejado de llorar, pero una expresión de tristeza cubría todo su rostro. Yoonah se sintió mal por él, debía de sentirse muy mal estando herido y solo en el medio de la calle.
Una idea cruzó su mente y la niña miró hacia la casa color rosa, observó la galleta siendo devorada por los bichos y el agua derramada que ya comenzaba a secarse. No había señales de que las dos mujeres que charlaban dentro de la casa fueran a salir en algún momento, por lo que simplemente abandonó su escondite detrás del muro y salió a la calle.
Al escuchar sus pasos, el niño levantó la mirada esperanzado, pensando que la dueña de aquellos pasos sería su hermana. Cuando vio que no era ella sino una niña desconocida, sus ojos se humedecieron de nuevo.
Yoonah se paró frente a él y se miraron fijamente por un instante, estudiándose mutuamente.
—Hola, soy Han Yoonah.
La niña extendió una de sus manitas y el niño titubeó un momento antes de estrecharla.
—H-hola —saludó de vuelta, con voz temblorosa a causa del llanto. La mano del pequeño estaba un poco sudada, quizás por los nervios y el miedo al ver la sangre que aún escurría en pequeños hilos por su pantorrilla. Se arrodilló junto a él, viendo como las pequeñas gotas carmesí se deslizaban.
—Vi que estabas solo y me pareció que te veías triste —el niño hizo un mohín y Yoonah pensó que en cualquier momento iba a romper a llorar de nuevo—. ¿La otra niña es tu hermana? —él asintió. Yoonah ladeó la cabeza, curiosa—. ¿Y por qué te dejó solo?
—Creo que fue a buscar a mi mamá, pero ya ha pasado mucho rato y no ha vuelto.
Dos pequeñas y gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas. Yoonah acercó un dedo y las limpió una a una, como solía hacer su madre cuando ella lloraba. El niño se sonrojó furiosamente.
—Ya, no te preocupes. Ya no estarás más solito, te voy a acompañar hasta que tu hermana venga —Yoonah tomó la parte inferior de su camiseta naranja y presionó la tela contra la herida sangrante del niño, secando con cuidado la poca sustancia que aún brotaba—. Por cierto ¿Cómo te llamas?
El niño observaba extrañado como ella limpiaba su herida antes de levantar la mirada de la camiseta manchada. De pronto, Yoonah se encontró mirando fijamente unos ojos oscuros como la noche.
—Kim Haneul —pronunció.
—¡Oh! ¡te llamas como él! —Yoonah levantó su mirada hacia las nubes y el niño, Haneul, la imitó.
—¿Cómo quién? Ahí no hay nadie —ella rió, divertida con su comentario.
—¡No, tonto! No es un alguien. Te llamas como el cielo ¡eres el primer Haneul que conozco!
—Ah... —Haneul llevó una de sus manos a su nuca y se rascó, avergonzado. La pequeña volvió a reír, esta vez contagiándole la risa.
Yoonah se quedó a su lado por un rato más, hasta que su madre salió de la casa llena de flores con una expresión alarmada que cambió a una de reproche cuando ubicó a su hija. A veces Yoonah se preguntaba cómo hacían las mamás para cambiar de humor tan rápido.
Su madre la regañó por haber usado su ropa para limpiar la herida de Haneul, pero a Yoonah no le importó, pues gracias a eso había hecho su primer amigo en aquella extraña ciudad con olor a pez.
Después de ese día, Yoonah y Haneul salieron a jugar en las tardes después de la escuela y con el pasar de los años, cuando ya los juegos de niños no les divertían, Haneul acompañaba a Yoonah a la biblioteca y leían juntos, o Yoonah pasaba tardes enteras frente al televisor de la sala de su amigo, jugando videojuegos a los que llamaba aburridos, pero que en realidad disfrutaba mucho.
Fue así como Yoonah y Haneul se hicieron los mejores amigos del mundo, hasta que un día ya no lo fueron.
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Martes
Yoonah se sentía exhausta, agotada, y todos los sinónimos existentes.
La pesadilla de la noche anterior se había presentado de nuevo, solo que esta vez no llovían espadas y las luces que arremetían contra ella avanzaban sin parar, nunca alcanzándola realmente, dejándola en un estado de espera interminable.