Hijos de Cielo y Luz

Interludio: luz celestial

«Abre los ojos.»

Una bocanada de aire infló sus pulmones y, al abrir los ojos, Haneul sintió como si hubiera despertado de un sueño muy, muy profundo. Frente a él solo había oscuridad impalpable y pronto se dio cuenta de que estaba cayendo.

La desesperación invadió su cuerpo y movió los brazos y piernas en busca de algo de lo que agarrarse, pero pronto supo que era inútil, no había forma de evitar seguir cayendo.

No supo por cuánto tiempo más flotó en la oscuridad hasta que sintió con la punta de sus pies lo que parecía ser el fondo de las sombras. Al aterrizar por completo, un latigazo luminoso rompió las tinieblas y un resplandor completamente blanco lo cegó por un par de minutos. Haneul levantó su brazo para cubrirse de la luz y cuando su vista se acostumbró lo suficiente miró a su alrededor, encontrándose en medio de pura blancura, intensa e irreal.

Nunca había visto luz tan pura y tan fría. Era contradictorio pensar en la luz de aquella forma, pues siempre la había asociado con calidez.

No sabía con certeza qué estaba ocurriendo ¿Acaso había muerto? Y de ser así ¿Sería aquel lugar el purgatorio?

Si estaba en lo correcto, no era para nada como se lo había imaginado. Siempre se lo imaginó como un lugar oscuro y aterrador, con llantos ensordecedores y figuras demacradas. Pero en lugar de eso, a su alrededor solo había claridad. También era la única persona allí, no había siluetas cadavéricas ni lamentos guturales.

No estaba cien por ciento seguro de haber muerto, quizás estaba en ese lugar donde se alojaban los comatosos, tal vez solo estaba soñando, aunque aquella sensación hormigueante que le recorría el cuerpo le indicaba que era mucho más que un sueño. Haneul dio vueltas sobre sí mismo intentando absorberlo todo y dejó salir una risa irónica. ¿Qué sentido tenía intentar adivinar si estaba dentro de un sueño? A final de cuentas ¿Cómo sabes realmente que has muerto?

En el fondo de la espesa blancura, el castaño divisó un punto negro que brillaba intermitentemente, lo cual le parecía ridículo, pues era imposible que la oscuridad brillase. Pero había algo ahí, en esa ventana oscura y palpitante como un corazón vivo en medio de aquella luminosidad cegadora, que lo llamaba como la voz de un amante desesperado. Hipnotizado, Haneul dio un paso al frente. Caminar hacia ella se sentía como caminar en el agua: pesado y lento.

Cuando estuvo más cerca de la ventana oscura, se dio cuenta de que no era una ventana sino más bien la entrada a un túnel. Finalmente comprendió que aquel lugar fulgurante sí había sido el purgatorio y ahora se estaba adentrando a los confines del infierno, o el cielo, no estaba realmente seguro cuál sería su destino. El miedo burbujeaba en su estómago y subía hasta instalarse en su garganta, deteniendo sus pasos y urgiéndole a aferrarse al último ápice de vida que quedaba en él.

Con pasos yertos se adentró en las tinieblas y el llamado desesperado que había sentido antes se triplicó, esta vez dentro de su cráneo, llenado cada rincón y retumbando dentro de su cabeza como explosiones incesantes. Haneul gritó, pero ningún sonido salió de sus labios.

Se dobló en sí mismo a causa del dolor punzante y enterró la cabeza entre las manos, como si aquello lo fuera a detener.

«Abre los ojos» murmuró la voz de antes. Era una voz escalofriante y desconocida, carente de emoción alguna.

El muchacho los abrió instantáneamente, como si hubiera perdido el control de su cuerpo por un instante y se lo hubiera cedido al ente al que pertenecía la voz. Por encima de su cabeza aparecían destellos luminosos de vez en cuando y, maravillado, se puso de pie. Olvidó el dolor incesante de su cabeza y admiró como los destellos aparecían y desaparecían frente a sus ojos. Eran alargados y no muy gruesos, casi como si fueran rayos en miniatura.

Pero entonces, en medio de la silenciosa oscuridad, los destellos comenzaron a aparecer más pronto y, con ellos, el sonido de metal contra metal. Fue en ese momento cuando Haneul cayó en la cuenta de que los destellos alargados eran espadas, y no precisamente flotantes.

Tenerle miedo a la muerte no tenía sentido, pues ya había asumido que estaba muerto, pero cuando miles de figuras espectrales vestidas con ropas extrañas aparecieron a su alrededor blandiendo las afiladas hojas, tuvo miedo de morir.

En medio de lo que parecía ser un campo de batalla, Haneul caminaba erguido. La rabia y sed de venganza que corría por sus venas le era ajena, pues no eran emociones que hubiera experimentado en vida. Bajó la mirada a sus manos cuando sintió que sostenía algo pesado y, contrastando con el suelo lodoso, una espada enorme y majestuosa destilaba sangre fresca. Su corazón palpitaba desenfrenado y no supo porqué, pero de pronto tuvo la sensación de que aquel cuerpo no era del todo suyo.

No comprendía de dónde salían esas imágenes. Quizás y sí era un sueño, un muy mal sueño. O tal vez un castigo de Dios por haber sido un mal hijo. No lo sabía, no podía saberlo. Solo estaba ahí, confundido, asustado y con una furia dentro de él que no le pertenecía.

Después de que su mirada tocara la espada, un dolor intenso se instaló en su pecho. No era un dolor físico, más bien parecía provenir de lo más profundo de su alma. Se sentía como una pérdida, pero nunca la había sentido de esa manera, ni siquiera cuando su abuelo falleció. Un llanto llegó a sus oídos mientras cientos de hombres pasaban a su lado y tardó tan solo un instante en darse cuenta de que los sollozos quebrados venían de su boca.

En un intento desesperado por librarse de aquel dolor tan terrible dejó caer la espada y las imágenes que lo rodeaban se detuvieron. Se dejó caer de rodillas al suelo y soltó un grito a la nada, desesperado y queriendo salir de aquella horrible pesadilla.

—¡Ya basta! ¡Quiero despertar!

Su clamor rebotó entre las sombras y regresó a él, haciéndole escuchar lo rota que estaba su voz. La desesperación era como un volcán que hacía erupción a través de sus ojos: las lágrimas corrían como lava espesa por sus mejillas.




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