Hijos de Cielo y Luz

Capítulo 11: el bosque

A esa hora de la noche, el exterior estaba en completo silencio. Cerró la puerta trasera detrás de ella y caminó por la fría grama con los pies descalzos. Sostenía en su mano derecha la escoba y con la izquierda la pala; se dirigía a barrer el sindang de su madre.

Ajustó el abrigo que la cubría a duras penas y tiritó cuando una brisa fría rozó su rostro. Nari escuchó el césped siendo aplastado por sus pies en el silencio nocturno y, a lo lejos, un pequeño grillo cantor. La luz exterior del cobertizo estaba encendida, como el brillo de una luciérnaga que titila en medio de una habitación penumbrosa.

Al entrar, el residuo del incienso danzó bajo su nariz. La pelinegra se la rascó, alejando el estornudo fallido que le humedeció los ojos. Encendió las luces y suspiró al ver el espacio que debía barrer; no era muy grande, pero había sido un día largo y estaba segura de que podría caer dormida allí mismo, pensamiento que confirmó con un bostezo que la atacó por sorpresa. Al terminar, sacudió su cabeza para espabilarse. Dejó la pala en el suelo y tomó el cepillo, decidida a no tardar más de quince minutos en la tarea.

Por unos momentos su mente estuvo concentrada en lo que hacía, pero luego miró la mesa baja en el medio de la habitación y comenzó a rememorar lo que había ocurrido horas antes, cuando Yoonah habló con ella en la tienda de conveniencia.

Al volver al trabajo después de acompañar a su amiga, Nari se preguntó varias veces cómo pudo creerle tan rápido y con tanta convicción. Aunque aquel pensamiento estaba más que todo ligado por el resentimiento que sentía hacia el mundo esporitual. Aun así, ¿Cómo pudo creerle tal disparate a Yoonah? quizás era porque la castaña pasaba de los temas paranormales, o porque, simple y llanamente, Yoonah no había sido ella misma durante semanas. O tal vez era porque también estuvo experimentando…situaciones extrañas por el mismo periodo de tiempo. Frunció el ceño mientras barría, intentando encontrarle la lógica a todo lo que pasaba. Se dio cuenta de que llevaba un rato barriendo el mismo lugar al ser presa del ensimismamiento. Paró por un instante y tomó una respiración profunda antes de dar unos cuantos pasos hacia adelante.

Arrugó el rostro con disgusto cuando llegó al altar y recolectó las que podían ser cantidades industriales de ceniza de incienso. Levantó la cabeza para evitar que se introdujeran a su nariz y sus ojos se encontraron con los de una de las pinturas pegadas a la pared. No sabía con exactitud de qué deidad se trataba, pero se detuvo sin darse cuenta, detallando el rostro del hombre barbudo. Si fuera una persona de carne y hueso, Nari habría jurado que la miraba con sorna.

—¿Qué me ves? — inquirió a la pintura, levantando el mentón, sin embargo, lo bajó al darse cuenta de lo que hacía—. Que patética debo verme hablando con una pintura —farfulló para sí misma, moviendo la cabeza de un lado al otro.

Bajó la mirada, dispuesta a seguir con su faena, cuando algo en su corazón dio un tirón y volvió a mirar la pintura en la pared. Suspiró, rindiéndose y pensando que, tras haber presenciado el ritual de antes, quizás alguien podría escuchar lo que tenía para decir.

Apoyó la escoba en la mesa del sindang y se arrodilló a regañadientes, sus tobillos crujieron al recargar su peso en ellos. Tomó una varita de incienso junto a una cajetilla de cerillas que se encontraba por ahí, lo encendió y lo hundió en un cuenco de granos de arroz.

Un fino hilo de humo danzó en el aire y Nari observó cómo se iba mezclando con la nada, lentamente. Un suspiro se le unió y antes de hablar, pensó en las razones que la habían llevado a estar frente al altar de su madre.

—No sé a cuál de ustedes me dirijo, pero no tengo a nadie a quien recurrir —murmuró, recorriendo con sus ojos cada uno de los rostros de las pinturas—. Al menos no para contarle…todo esto —al pronunciar lo último, su vista volvió al rostro añejo frente a ella—. No quiero preocupar a mis amigos, ellos cargan su propia cruz. Así que aquí estoy, frente a quien sea que me esté escuchando —sus ojos se humedecieron y pestañeó repetidas veces para ahuyentar el llanto. Sin embargo, pese a todos sus esfuerzos, dos lágrimas rebeldes recorrieron sus pómulos. Nari hizo su rostro a un lado y soltó una risa amarga mientras se limpiaba el rastro húmedo—. No puedo creer que estoy haciendo esto.

La madera crujía, encogiéndose con el frío invernal. El cantar del grillo era la música de la noche junto a su respiración agitada.

—Me alejé de todo esto hace mucho para protegerme a mí misma del dolor que su rechazo me producía ¿Por qué ahora, después de tanto tiempo, me hacen ver esas…esas cosas? ¿Por qué involucrar a mis amigos? ¿Cuál es la verdad aquí? — reclamó al aire, alterada. A pesar de no haber nadie más que ella en la habitación, Nari sentía que algo más estaba presente—. Si van a mostrarme algo, al menos denme las respuestas.

Su voz, alta y dura, retumbó entre las paredes de madera del cobertizo. El humo del incienso se elevó y bailó frente a sus ojos, desdibujando la vista del altar y llevándola a un lugar y tiempo desconocido.

La pelinegra se echó hacia atrás, apoyando su peso en las manos y mirando confundida un cielo nocturno despejado donde debía estar el techo de madera. Se fijó en las ramas sobresalientes de un par de árboles y, cuando bajó la mirada y miró al frente, se encontró en medio de un bosque. Nari se puso de pie, menos asustada que las veces anteriores, pero con el corazón latiéndole desbocado al igual que la primera vez. Miró a su alrededor, dándose cuenta de que estaba sucediendo de nuevo.




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