Año 180 desde la fundación del Bastión Verdegrana.
Año 80 desde la fundación del Reino De Khirintorin.
24to Día De Junio.
Tras el impacto de la lanza centaurina que derribó al caballo de Amadeo, provocando la separación del grupo, esto fue lo que sucedió con Amadeo y Lucía:
El brioso alazán, llamado Canela, yacía postrado sobre el suelo, su magnánimo cuerpo desgarrado por el dolor, mientras su alma misma ululaba en tormento. La lanza, hiriendo su carne, le privó del aliento, clavándose en los tendones de su pata trasera, negándole el alzarse o caminar. Sus gemidos, emularon el lúgubre canto fúnebre de un corazón roto y resonaron en el aire, evocando la simpatía de cualquiera que pudiera escucharlos. Su crin, antaño altiva, reposaba ahora enredada y descuidada, un triste emblema de su declive. La tierra bajo él tembló bajo el peso de su padecimiento, y el cielo mismo pareció derramar lágrimas de tristeza al verlo.
Amadeo, recostado sobre el lomo del caballo, decidió no dirigir la mirada hacia su caído compañero, y una profunda tristeza invadió su ser al comprender al instante que ya no podía contar con él, pues aquella fatídica herida marcaba el final de su travesía juntos. Percibía el jadeo agitado del pobre animal a través de su espalda y casi experimentaba en sí mismo el mismo sufrimiento, sintiendo un profundo impulso de llorar que se vio obligado a reprimir, pues la misión continuaba su curso y él debía de cumplirla.
—Nunca te olvidaré, amigo mío —se despidió el joven peón del corcel al que había criado desde su más temprana cría.
Enseguida, con cierta torpeza, se alzó en pie y con el corazón apesadumbrado, se alejó del animal caído para buscar un nuevo camino y un nuevo destino, pues el sendero real ya no era seguro.
Tras la caída, su cabello dorado, antes lacio y luminoso, se hallaba ahora enmarañado y manchado, como si hubiera librado una encarnizada batalla. Su palidez natural se vio violada por rojas marcas en sus brazos y semblante, que en otro tiempo fueran impecables. Gotas de sangre asomaban en una de sus cejas. Asimismo, dos dedos de su diestra yacían doblados en ángulos insólitos, denotando una posible fractura. Pese a ello, su determinación no flaqueó y continuó su marcha, con firme propósito de salvaguardar a Lucia sin reparar en el coste. No obstante, no podía negar que el dolor comenzaba a mellarse en su resistencia, minando su fuerza a cada paso que daba.
La fortuna había sonreído a Lucía, pues había caído sobre varios arbustos al pie de un árbol, y su largo y elegante vestido campesino la protegió de rasguños y arañazos. Con delicadeza, Amadeo la alzó sobre sus hombros, y ella casi sonrió mientras se acomodaba en su maltrecha espalda; experimentó un leve agobio al estar momentáneamente sola, pero al verlo, se tranquilizó.
—¿Te encuentras bien? —inquirió Amadeo.
—Solo un ligero dolor en las piernas —respondió Lucía con una débil sonrisa, depositando su confianza en él a pesar del peligro.
—Nada que no podamos resolver —aseguró el peón—. Sujétate fuerte. Tenemos un par de cretinos que perder.
Y tras ello, internáronse al oriente del bosque, alejándose del camino real.
Una conexión profunda y hermosa los unía. Amadeo, más que un simple peón, siempre había actuado como un hermano mayor tanto para Celestino como para Lucía. Sin embargo, mientras el niño hallaba mayor afinidad con Augusto, Amadeo encontraba una conexión más fuerte con la niña. A pesar de ser unos minutos mayor, Lucía seguía los pasos de Celestino en sus travesuras en lugar de planearlas. Cuando él se lastimaba, era ella quien lo curaba a escondidas de su madre para evitarle un regaño. En Lucía, Amadeo percibía la dulzura y bondad propias de las mujeres excepcionales. Desde entonces, la cuidaba con el esmero de un jardinero velando por un lirio en su jardín, y ella siempre se sintió protegida bajo su cuidado. Incluso en aquel momento aciago.
Adentráronse en el mayor agrupamiento de árboles, donde éstos a duras penas se distanciaban unos de otros, recorriendo varios metros con esmero. Evitáronse los matorrales con cuanto empeño pudieron, y cuando percibían súbitos sonidos, Amadeo se detenía bajo la protección de un abedul. Cuando los ruidos cesaban, proseguía su avance, mas la senda se volvía cada vez más difícil. Los espacios entre los abedules menguaban, y las ramas surgían cada vez más cercanas al suelo, lo que lo instaba a cuidar con mayor atención de la niña.
—No es menester que te fatigues tanto—compadecióse Lucía.
—Shhh —respondió Amadeo—. El ruido no nos favorece en este lugar.
De repente, en el momento en que se disponía a proseguir su avance, percibió el estruendo vigoroso de pezuñas resonando sobre la tierra. Por ello, determinó quedarse en aquel lugar, resguardado por la sombra del abedul. Desde su ubicación, advirtió cómo las dos bestias pasaron en cercanía y, después de una búsqueda superficial, partieron rápidamente en dirección opuesta, siguiendo su camino. Así, una débil sonrisa se plasmó en los semblantes de ambos, pues de alguna manera experimentaron seguridad.
En ese momento propicio, Amadeo vislumbró su oportunidad dorada, pues los centauros, ahora a distancia prudente, abrían el camino para su avance. Sus pasos, sigilosos como sombras, se disolvieron en el aire, mientras sus ojos escrutaban el entorno con astuta mirada, asegurándose de la separación que lo distanciaba de las bestias, temeroso de ser descubierto por un descuido.
El paisaje se vestía de verde, un manto de árboles cuyas hojas sibilinas, proclamaban el prólogo de la sinfonía de la naturaleza. La tierra, mullida bajo sus pies, acariciaba sus tobillos con traviesas briznas de hierba mientras avanzaba. Mas al continuar, sus pasos se toparon con un matorral de arbustos de frambuesa, cuyo rosa vibrante se alzaba en atrevido contraste con el verdor circundante, y su piel percibió la textura espinosa de sus hojas al rozarlas. Consciente fue de la necesidad de ocultarse entre aquellos arbustos para evadir la sagacidad de los centauros, carentes de habilidad rastreadora.
Editado: 18.01.2024