Hijos De La Desgracia: Preludio, Tomo I.

Capitulo 8

Año 180 desde la fundación del Bastión Verdegrana.
Año 80 desde la fundación del Reino De Khirintorin.
Madrugada y posterior mañana del 25to Día De Julio.

No solo el aire que envolvía a Lucía ostentaba un peso abrumador, no se limitaba únicamente al miedo que se agitaba en su interior, ni tampoco se reducía al inexorable abrazo de la muerte que aguardaba para envolverla con sus gélidas garras y devorar su ser, tal como había sucedido con sus progenitores en las horas tempranas de aquel día fatídico. No eran los centauros, cuyas respiraciones armonizaban con los latidos de nueve hombres que, con lanzas empuñadas, habían dispuesto ya perforar el frágil cuerpo de la infanta como si de un mero queso se tratara. A pesar de ello, Lucía se hallaba sumida en contemplaciones tan profundas de su inminente tránsito que apenas otorgaba atención al detalle que arrojaba luz sobre la opresión del ambiente; a aquel motivo que confería una súbita intensidad gélida y vigorosa a la brisa de aquella noche estival:

Con esplendoroso ímpetu, Aelius desplegó sus alas, abarcando varios codos del firmamento nocturno, y con una audaz celeridad se precipitó en un vertiginoso picado, equiparable a la del rayo al besar la tierra. Con una destreza singular, a pesar de su prominente poderío, asió a Lucía por sus dos hombros, despidiendo a dos centauros de un golpe de su fornida cola. Luego, elevándose majestuosamente, se alejó en vuelo elevado, disipando a la infanta de las garras de las bestias. 

Cuando Lucía abrió sus ojos y contempló lo que yacía bajo sus pies, divisando a los centauros reducidos a insignificantes puntos, su salvador emitió un gutural rugido que volvió a estremecer el firmamento, resquebrajando el éter y propagándose a lo largo y ancho de los prados circundantes y venideros, anunciando su presencia con tal énfasis que Lucía, sobrecogida, selló nuevamente sus párpados.

Después de un lapso de tiempo, en el que finalmente el temor se desvaneció, abrió una vez más sus pupilas y presenció aquello como nunca antes lo había hecho, imbuido en una belleza que excedía cualquier límite de su imaginación. Los campos se extendían vastos y amplios sobre el terreno, donde pequeños boscajes se diferenciaban de los bosques mayores. Los ríos fluían como venas o senderos serpenteantes, y los asentamientos, grandes y pequeños, de Herbalea se veían diminutos, meros puntos en su perspectiva. Una sorprendente ligereza, irradiando desde la cintura hacia abajo, engendró en ella una sensación de vértigo y grandeza. ¡Era como si estuviese volando! O bueno, casi lo era. Algo la sostenía en un vuelo asombroso, otorgándole la visión de las nubes y más nubes. No eran tan esponjosas ni colosales como parecían al mediodía o al atardecer, pero eran nubes en su esencia, entre las cuales se deslizaba, suscitando cosquilleos y júbilo simultáneamente.

Contemplaba la oscuridad del cielo, pero ninguna estrella cruzaba su camino. Sin embargo, le faltaba el coraje necesario para elevar la mirada más allá y ver que era aquello que la estaba sosteniendo. Desconocía qué podría aguardarle en esa dirección y, en cierto modo, creía que la incertidumbre era preferible. La magnificencia de su situación actual era difícilmente superable; el acto de volar había aliviado sus pesares de manera tal que incluso las aterradoras horas vespertinas y nocturnas que había experimentado se disolvieron en esta incipiente madrugada, que no requería de muchas horas para dar paso al alba.

Bajó sus ojos hacia el punto en que experimentaba una presión vigorosa, sus dos hombros gemían bajo el impulso de la entidad desconocida que la sujetaba. Si bien sus hombros resentían el peso, no lo hacían con un dolor insoportable, pues percibía que la fuerza empleada no era excesiva. Al dirigir su mirada hacia su hombro derecho, se encontró ante la visión asombrosa de una garra aviar, ¡y vaya garra! ¡Colosal! Jamás había sido testigo de una garra de tal magnitud. ¿Y cómo sabía que se trataba de la garra de un ave? ¿Acaso podía ser de otra naturaleza? Había sido criada entre los campos de un viñedo, donde innumerables aves de variopintos plumajes se posaban para descansar o perpetrar incursiones uvas adentro bajo el celoso resguardo de su padre. Su certeza era incuestionable: aquella era la garra de un ave. No obstante, aun le parecía desmesuradamente vasta, cuatro falanges carmesíes sostenían garras largas y puntiagudas que, sin pretenderlo y sin ejercer una presión excesiva, se insinuaban a través de los pliegues de su humilde vestido, acariciando su piel con un cosquilleo travieso en los hombros. 

Un instante de temor la abordó, pero pronto se vio serenada. ¿Y por qué experimentaba tal serenidad? Bien, había atravesado un día atroz: perseguida por centauros, despojada de la montura confiada por Amadeo en una caída que la desamparó, apresada por goblins que luego, paradójicamente, la liberaron a instancias de su líder, solo para ser de nuevo acosada por estos mismos seres, y tras creer que había alcanzado un refugio, topándose con más centauros cuyo intento de acabar con su vida rozó lo fatídico.

¿Cómo no habría de hallar un remanso de tranquilidad en medio de un vuelo aparentemente salvador?

Contemplaba con ojos ávidos las montañas que se alzaban en la lejanía, y nuevamente era arrebatada por la maravilla del espectáculo que se desplegaba ante ella. Las cumbres, majestuosas y distantes, apenas delineaban su perfil en el horizonte, pero eso bastaba para nutrir su corazón con asombro. En ese instante, el sol ascendente empezó a derramar su luz, tiñendo los cielos con tonos rojos y naranjas. Así fue como Lucía fue bendecida con la visión una vez más del azul celeste, y al cabo de breves momentos, las nubes, esas compañeras del firmamento, se materializaron en formas mullidas y esponjosas, como ansiaba en su interior.

No obstante, su atención descendió hacia el suelo y se percató de que después de atravesar el último poblado que marcaba los confines del ducado de Herbalea, los extensos campos verdes salpicados de bosques y arboledas, ríos y regatos, perdían gradualmente su encanto. El panorama, que alguna vez fue animado y juguetón, adquiría una sombra más melancólica. Pues en su continuación se desplegaban campos aún más vastos, pero el verde intenso y vivaz dejaba paso a una tonalidad apagada, que se transformaba gradualmente en un amarillo reseco. Los árboles, antes generosos, escaseaban, y el terreno se volvía intrincado con pequeñas ondulaciones, arbustos múltiples, pero marchitos. Colinas de modesta vegetación se alzaban aquí y allá, conformando una estepa que más que vastedad sugería desolación. Avanzar requeriría un esfuerzo considerable para siquiera vislumbrar la silueta de un árbol solitario, una realidad que no resonó de manera grata en el corazón de Lucía.



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En el texto hay: fantasia, aventura, fantasia épica

Editado: 18.01.2024

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