Segunda Parte: El Que Cautiva a todos
Año 180 desde la fundación del Bastión Verdegrana.
Año 80 desde la fundación del Reino De Khirintorin.
26to día de Junio.
Tras separarse del grupo debido a la caída de Amadeo y Lucía en ese maldito bosque, Augusto y Celestino continuaron con el viaje planeado tal como había sido concebido desde el inicio:
Tres horas habían transcurrido desde que escaparon de la furia de los centauros, cabalgando sobre el veloz corcel que les había conducido hacia la seguridad. Los altivos abedules, callados y serenos guardianes del bosque, se apartaron para revelar un prado verde que se extendería ante ellos a lo largo del resto del viaje. Al fin, el precioso y brioso pura sangre halló su merecido reposo, mientras un suave airecillo, fresco y dulce como una melodía antigua, llenó los corazones de los dos viajeros con una indescriptible sensación de dicha.
En aquel preciso momento de sereno sosiego, en tanto que el sol carmesí se insinuaba tímidamente (antes de su partida) entre los vapuleados jirones de nubes que tenían por lienzo el firmamento, los valientes peregrinos tuvieron ocasión de regocijarse en la magnificencia que los envolvía, como si se hallasen inmersos en una pintura cuyos pinceles perteneciesen a los más exquisitos maestros.
—Mira, Augusto, el sol está rojo, una señal auspiciosa —dijo Celestino con una expresión amigable—, indica que algo ha salido bien.
—Así es, Celestino —afirmó Augusto—, un sol rojo nunca augura nada más que buena fortuna.
—¿Qué podría haber ocurrido?
—Quizás sea señal de que estamos cerca del poblado. Siempre es un buen augurio estar cerca de la gente.
—¿Significa que podremos descansar?
—Aún no por completo, chiquillo, pero sí, puedes reposar un tanto si así lo deseas.
— ¡Maravilloso! —exclamó Celestino y sin demora descendió del corcel, echándose a correr por los prados.
— ¡Eh! ¡No me refería a eso! —rió Augusto, y cabalgó en su búsqueda.
El vínculo entre ellos, como el lazo que unía a Amadeo y Lucía, resultaba en una armonía perfecta. La seriedad arraigada en Augusto se veía suavizada por la exuberante energía del niño, quien convertía lo cotidiano en algo animado e inusualmente interesante. Siempre hallaba una pregunta por formular, una opinión por expresar y una acción inesperada por emprender. No obstante, es mejor que sean ustedes mismos quienes descubran este encanto, a medida que las páginas los transporten a través de esta historia.
El sendero real que a sus pies se desplegaba era de aquellos que ninguna mirada perdida podría dejar atrás, pues en su trazado, una sinfonía pedregosa tejida con ingenio y sapiencia, se hallaba el encantamiento de los antiguos artífices. Era el sendero anhelado, el resquicio pétreo que se alzaba como custodio de los comerciantes cándidos y errantes almas de avidez y coraje, quienes ansiaban recorrer los confines de este vasto reino sin temer la pérdida en su sinuoso andar. A diferencia de cualquier otro camino, el principal sendero estaba pavimentado con piedra blanca perlada, un tesoro raro y al mismo tiempo bello, que solo podía ser creado cuando una singular combinación de sangre de rana y plumas de zorzal se fusionaban en una poción que luego era vertida sobre las rocas elegidas, un elixir que garantizaba un blanco puro e inmaculado que jamás podría ser mancillado.
Adentrándose en el ducado de Agri Viridis tras dos días fatigosos, durante los cuales debieron descender de su corcel para recolectar frutos que saciaran su hambre y pernoctar bajo el resguardo de jóvenes árboles, cuyas ramas y hojas les brindaron un lecho improvisado, Augusto y Celestino finalmente se dispondrían a reposar solemnemente en el apacible pueblo de Sidereum.
Mientras se aproximaban a la modesta aldea, quedaron maravillados por el paisaje que se desplegaba ante sus ojos.
A ambos flancos del sendero, tres hileras de treinta casas de barro se extendían, abrazando la tierra con sencillez y armonía. El aroma a tierra húmeda y la suave brisa que acariciaba las calles polvorientas llenaban sus sentidos a medida que avanzaban.
Frente a las moradas, erguíanse cuatro esbeltos torreones de madera, alzándose firmes y gallardos. Su noble estampa contrastaba con la fragilidad de su antigüedad, y cada estructura se erigía como un incansable vigía, envejecido pero firme. Junto a las torres, una alta empalizada funcionaba a forma de murallas bajas y rodeaba al pueblo, algo discretas en tamaño pero sólidas en su propósito de amparar a sus moradores.
En aquel instante, Augusto había descendido ya del noble corcel y andaba con firmeza hacia adelante, mientras que Celestino permanecía en la grupa del caballo negro.
—Augusto... ¿Cómo se le suplica al corcel que se apresure?
—Debes agitar las riendas con fuerza.
Celestino ejecutó tal acción y el corcel inició su galope a través de los campos, dejando atrás al anciano servidor. —Le pediré que se detenga en la entrada del poblado —rió.
—¡Celestino! —exclamó Augusto— ¡Desconoces la técnica!
—¡Aprenderé! —respondió el joven, aún entre risueñas carcajadas.
El tránsito por el prado verde y la llegada a Sidereum no solo acarreaba un cambio en el escenario físico, sino también una mutación en el ánimo de los viajeros. La transición desde la exuberante naturaleza hacia la hospitalaria construcción de la aldea era como cruzar la entrada hacia un inexplorado capítulo en su aventura, brindándoles, por lo tanto, un gratificante sentimiento de confort y progreso.
Las moradas, eran edificadas con barro y caña. Si bien modestas, desprendían un ambiente acogedor y templado. Cada residencia se adornaba con una techumbre de caña, resguardo seguro frente al ardiente sol y las lluvias copiosas. Dispuestas en formaciones ordenadas, tejían un entramado que imprimía al pueblo una sensación de estructura y equilibrio. Las tres filas, como arterias entrelazadas, conducían hacia el corazón de la aldea, la plaza del mercado central. Modesto, mas ingenioso en su trazado, era un testimonio de la destreza y astucia de los aldeanos que habían labrado una existencia en tan abrupto rincón.
Editado: 18.01.2024