Año 180 desde la fundación del Bastión Verdegrana.
Año 80 desde la fundación del Reino De Khirintorin.
26to día de Junio.
Tras haber cruzado el umbral de la distinguida finca y vislumbrado el vestíbulo con la ayuda gentil del soldado Miguel, Augusto y Celestino se disponían a conocer a quien, en tiempos venideros, se convertiría en uno de sus más queridos amigos:
El honorable soldado los condujo hacia el comedor, y allí, en el centro del salón, resplandeciente y robusto, se encontraba el Conde Fulgencio, comiendo una insípida ensalada de muy mala gana, en una larga mesa de madera encerada. Su tupida barba enmascaraba gran parte de su semblante, creando una visión grotesca pero grandiosa, pues el conde, en plena madurez, ostentaba una tez porcelana y cabellos castaños de longitud moderada, prolijamente acicalados y lustrados con aceite de rosas. Sus ojos, amplios y de tonalidad chocolatina, destilaban un misterio profundo. Vestía una noble túnica verde adornada con relieves dorados y plateados, así como una elegante representación de un sosegado buey en el centro de su pecho, emblema que simbolizaba el Ducado de Agri Viridis. A su alrededor, los muros estaban adornados con trofeos de caza y cuadros que mostraban hazañas de un pasado glorioso.
Airado con su subordinado, el conde le recriminó la indeseada interrupción, a lo que este contestó con un simple «Es un asunto de vital importancia».
— ¿Y qué asunto de tan apremiante urgencia requiere atención en este mismo instante, en lugar de esperar hasta la mañana? —inquirió el conde, su voz teñida de una sutil ironía.
—En primer lugar, concédame la gracia de presentarme —respondió Augusto con una reverencia respetuosa—, pues la buena educación me ampara. Yo, Augusto, soy un humilde peón que hasta dos tardes pasadas se encontraba entregado a la labor en los viñedos del señor Charles piedra caliza, hasta que un inesperado contratiempo nos asaltó y nos vimos compelidos a comparecer ante vos.
El conde arqueó una ceja— ¿Habla usted del apreciado señor Charles, artífice de aquellos exquisitos caldos?
—En efecto—ratificó Augusto.
—Entonces, reciba usted mi bendición —dijo el conde con una sonrisa—. Hace tiempo que no tengo noticias suyas, más su recuerdo perdura en mi mente. Permítame expresar que, si ha tenido el placer de degustar sus vinos, es imposible que alguien de tan noble apariencia como la suya pueda hacerle desaires. Pero prosiga, cuénteme, ¿qué les trae a usted y al joven aquí presente? Según tengo entendido, el señor Charles es un empleador excepcional, comprensivo y benevolente.
—Oh, ciertamente lo es. Sin embargo, temo que un peligro ajeno a sus virtudes nos ha conducido hasta este lugar.
— ¿Peligro, dices? ¿De qué peligro hablas? —preguntó el conde, inquieto.
—Centauros, mi estimado Fulgencio —replicó Augusto, con una mirada lúgubre—. Emergieron de las tierras del norte, arremetiendo contra nosotros en una hueste numerosa, suficiente para estremecer los cimientos de la tierra. El señor Charles nos encomendó a mí y a mi compañero Amadeo la tarea de huir del viñedo, al resguardo de sus hijos. Este joven que se encuentra ante usted es el hijo del honorable señor Charles.
—Excúsame si algo no cuadra, Augusto —comentó el conde, entrecerrando el ceño—. Hiciste mención de tu compañero Amadeo y también aludiste a los infantes, lo que indica que deberían ser más que tan solo uno. Entonces, ¿por qué solo os veo a vosotros dos aquí?
Augusto miró al conde con pesar antes de responder—Cabalgábamos a toda velocidad a través de los vastos bosques de abedules que abrazan gran parte de nuestro ducado, esos bosques que susurran sin cesar, conocidos como el Bosque Murmureante, cuya fama le habrá llegado, sin duda. Fue en ese fatídico momento cuando la lanza de una de esas bestias halló su blanco en el corcel de mi fiel compañero, quien cayó junto a la joven Lucía, la hija del honorable señor Charles.
—Santo cielo—susurró el conde, conmovido—. ¿Y cómo puedo asistirles en tan funesto trance?
Augusto tomó aire antes de responder, buscando las palabras adecuadas—Hemos venido aquí por dos razones, mi señor —dijo con firmeza—. En primer lugar, para informarle de estos sucesos, y en segundo lugar, solicitarle una carreta que nos lleve a la capital del reino. El señor Charles nos encomendó a mí y a mi compañero Amadeo entregar este mensaje al rey Fausto, fueron sus últimas palabras antes de que tuviera que partir.
—Por supuesto, por supuesto —respondió el conde, recuperando su compostura—. No representará una molestia satisfacer sus necesidades. Además, me atrevo a suponer que desearán restaurar fuerzas y limpiar sus cuerpos antes de encarar el viaje, ¿verdad?
—Sería un gesto de gran generosidad, señor Fulgencio —respondió Augusto con prontitud—. No debería molestarse por ello.
—En absoluto, Augusto —respondió el conde con una sonrisa tan afable como su pulcro atavío de seda—. Es lo mínimo que puedo hacer por el señor Charles. Mis servidores están preparando un carruaje que incluirá todas las comodidades, dado que yo mismo he de emprender viaje hacia la capital en representación del Duque Horacio. Supongo que se unirán a mí en esta travesía.
— ¡De veras, señor Fulgencio, no sé cómo agradecerle!
—No precisa agradecer en demasía señor Augusto, insisto en que usted y el niño utilicen uno de los baños disponibles. El trayecto se vislumbra largo y podrán abordarlo con mayor confort si se hallan aseados —agregó mientras efectuaba un gesto con la mano para llamar al soldado Miguel—. Soldado Miguel, por favor, ruego que convoque a las doncellas y les ordene que preparen la tina en el nivel inferior para nuestros recién llegados amigos. ¡No permitiré que partan sin encontrarse impecables!
Cuando Fulgencio dio su mandato al soldado, éste no tardó en apresurarse hacia los aposentos inferiores, donde aguardaban las criadas Patricia y Silvia. Mientras tanto, el conde, ansioso por complacer a sus ilustres invitados, Augusto y Celestino, los condujo al cuarto de huéspedes, prometiendo ropajes nuevos en un abrir y cerrar de ojos.
Editado: 18.01.2024