Hijos De La Desgracia: Preludio, Tomo I.

Capitulo 3

Año 180 desde la fundación del Bastión Verdegrana.
Año 80 desde la fundación del Reino De Khirintorin.
26to día de Junio. 

Al resonar el estridente grito de los centauros mientras subían al carruaje, Augusto, Celestino y Fulgencio se dispusieron para una larga y agitada noche:

— ¡No tenemos un segundo que perder! ¡Subid rápidamente! —urgieron con desesperación las palabras de Fulgencio, quien, urgente, instó a sus recién hallados compañeros a entrar al carruaje. Una vez que él mismo se unió a ellos, ordenó con firmeza a su cochero que se pusiera en movimiento— ¡Avanza con la mayor rapidez posible! ¡Confío en que has adiestrado correctamente a estos corceles!

Sin demora adicional, el auriga sacudió las riendas y los dos caballos empezaron a correr, con cierta pesantez al principio, mas al cabo de unos cuantos instantes alcanzaron un ritmo óptimo. El eco de los alaridos y los relinchos de los corceles resonaba en los oídos de Augusto y Celestino mientras escapaban del poblado de Sidereum. Los golpes de espadas y la lluvia de flechas constituían un espectáculo que ninguno de los dos ansiaba presenciar.

El peón envolvió en su abrazo al niño, cuyos ojos abiertos de terror reflejaban el horror de la guerra. Mas no hubo espacio para el miedo, pues sus vidas pendían de un hilo, dependientes de la fuga veloz.

—Serénate, Celestino —mencionó Augusto—. Habremos de escapar de esta penuria.

—¿Acaso emulas a Amadeo? —interrogó Celestino, en un parpadeo de valor recobrado. Pues Amadeo era siempre positivo.

— ¡Qué importa Amadeo! —vociferó Fulgencio, sobresaltado y atemorizado.

Porque, en efecto, el ambiente dentro de aquel carruaje era sumamente agitado y tenso en ese momento.

Los corceles galoparon con ímpetu, como si ansiasen escapar de la mismísima muerte. En dos escasos grupos, los centauros se precipitaron con una ira desbordante tras los fugitivos. Su galopar resonante estremecía los campos, sus relinchos desafiaban al viento, y sus herradas pezuñas consumían la tierra con inquebrantable brío. Las saetas de las torres se lanzaron con velocidad, semejantes a halcones, pero los cuatro centauros las eludieron, así despojándose de la primera y, aparentemente, última línea de defensa.

— ¡El infante debe de encontrarse allí! —vociferaron las bestias— Charles ha partido al otro mundo, mas su tormento persistirá en el más allá cuando arrebatemos la vida a su vástago.

Los cuatro centauros cabalgaron con presteza por los estrechos callejones, esquivando o embistiendo a los viandantes, segando vidas tanto jóvenes como ancianas. Su avance era impávido, semejante a rocas ambulantes, y los aldeanos prorrumpieron en chillidos de espanto al divisarlos. Los cuadrúpedos cruzaron grandes distancias en un abrir y cerrar de ojos, y en cuestión de breves instantes, halláronse en las proximidades de la morada del noble Conde Fulgencio.

A pocos pasos de la entrada de la finca, los centauros comenzaron a relinchar estruendosamente, y sus pezuñas resonaron con creciente potencia sobre el suelo. Sin embargo, atravesar el recinto de Sidereum no se reveló tan sencillo como habían supuesto.

— ¡No en mi guardia! —resonó una voz varonil y enérgica. 

Desde la entrada de la finca, impulsada por veinte robustos soldados, surgió a la velocidad del rayo una carreta repleta de frutas y hortalizas, de peso tan colosal como el de diez hombres. Esta arremetió contra dos de las cuatro bestias, dejándolas tumbadas en el suelo. Sobre el tablado de la carreta se encontraba Miguel, quien desempeñó el papel de distracción al atraer las miradas, y aquellos que cayeron en la tentación de observarlo fueron precisamente las criaturas atrapadas.

Un poco antes de aplastar a los dos centauros con la pesada carreta, Miguel saltó al suelo, y de las puertas de la finca emergió velozmente un brioso corcel de pelaje castaño.

— ¡Tu corcel, Miguel! —le gritó Pablo, uno de sus compañeros de armas.

Miguel se acomodó velozmente en el caballo y se lanzó en persecución de las bestias que quedaban.

— ¡Estoy en camino, noble conde Fulgencio! ¡Ten valor!

Acto seguido, de las mismas puertas del recinto surgieron varios varones de gran estatura, ataviados con ropajes característicos de los guardias al servicio de la nobleza. Los que no llevaban las púrpuras armaduras, vestían cota de mallas bajo un manto del mismo tono que los envolvía. Portaban largas y bien aguzadas lanzas, y con ellas traspasaron a los centauros caídos como si fueran hojas de pergamino. A cada uno le infligieron un mínimo de diez estocadas, cesando tan solo cuando la efusión de sangre fue tan profusa que no quedaba espacio para la incertidumbre.

Entretanto, al interior del carruaje que llevaba a Celestino, Fulgencio y Augusto, desatábase un auténtico caos, enmedio de los alaridos y chillidos de Fulgencio, quien, estando horrorizado (sin haber avistado siquiera a las bestias), y de Augusto, quien esforzábase en apaciguar al Conde. Por su parte, Celestino observaba a los presuntos custodios que habrían de protegerlo, y por un breve instante sintió que él era quien mejor afrontaba la persecución.

— ¡Ni penséis que he de entregar mi vida! —vociferaba Fulgencio, agitando sus miembros.

— ¡Cálmate ya, buen Fulgencio! —gritaba Augusto, asiendo con firmeza sus hombros para infundirle algo de tranquilidad.

Mas de súbito, una voz desconocida emergió, el auriga lanzó un grito, y Celestino no pudo discernir si se hallaba conmovido o qué, pero no experimentaba miedo:

— ¡Oh, amados camaradas! ¡Las bestias nos acechan con implacable celeridad! ¡Aferraos con fuerza! ¡Este será un viaje colmado de sacudidas! ¡No obstante, estad serenos! ¡El buen Carlos velará por vosotros!

Los corceles de Fulgencio, monturas virtuosas imbuidas de poder y elegancia, respondieron al mandato del auriga y otorgaron vigor a sus nobles extremidades, comenzando a desplazarse con mayor celeridad y furor. El terreno que atravesaban era un prado llano y saludable, adornado con flores, mientras los cascos de los corceles avanzaban sin consideración por la belleza o la fealdad del mundo circundante. Alcanzaron una velocidad temerosa, tan vertiginosa que la propia carreta generaba un viento que obligaba a los tres amigos a aferrarse al respaldo con todas sus fuerzas, manteniendo las piernas firmes.



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En el texto hay: fantasia, aventura, fantasia épica

Editado: 18.01.2024

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