Año 180 desde la fundación del Bastión Verdegrana.
Año 80 desde la fundación del Reino De Khirintorin.
26to Día De Junio, y madrugada del 27 de Junio.
El campo de batalla, abrazado por la noche joven, quedó sumido en un frío gélido que teñía el aire con un crujido helado, susurrando la promesa de un implacable invierno. La luna ascendió majestuosa en el cielo, vertiendo su plateada luz sobre los vastos campos verdes que se extendían a los pies de los muros de Sidereum, el hogar del valeroso capitán Blas. En la distancia, las estrellas centelleaban como joyas incrustadas en la negra bóveda celestial, creando una constelación de resplandores luminosos que custodiaban la nocturnidad.
El ambiente estaba cargado de expectación y tensión, como si el propio universo contuviera el aliento en espera de lo que estaba por acontecer. Las sombras danzaban en las murallas, proyectadas por antorchas que parpadeaban con titubeante valentía. La hierba crujía bajo el peso de las armaduras, mientras el sonido amortiguado de botas de cuero y cascos de metal resonaba en el silencio, marcando el compás de la inminente contienda. El aliento de los guerreros se condensaba en pequeñas nubes blancas que se disipaban en el aire. Sus corazones latían con fuerza, repletos de arrobo y coraje, dispuestos a enfrentar el frío y la oscuridad con la promesa de la victoria o el supremo sacrificio. Los ojos de los combatientes, ocultos tras viseras y yelmos, reflejaban una amalgama de sentires, una mescolanza de fervor y recelo, colmados con la voluntad de preservar su lar y sus amados.
Y así, en este escenario, se desarrolló la batalla de Sidereum.
— ¡Oh, no seáis insensatos! ¡No os aventuréis al asalto! ¡Ellos son más poderosos y altos, y nosotros caminamos a pie! ¡Retiraos, retiraos! — exclamó Blas. Acto seguido, cercenó la extremidad anterior de un centauro, luego la de otro y se retiró de la turba.
El estruendo de los metales colisionando se propagaba como un iracundo trueno por los confines del campo de batalla. Las lanzas, cual lengua afilada, se alzaban contra los escudos de acero, anhelando abrir fisuras en la impasible fortaleza de los defensores. Los lamentos desgarradores de los caídos se mezclaban con los alaridos de las heridas, cuyos arroyos carmesíes fluían sin cesar. Allí, en medio del torbellino de acero y sangre, se forjaba una batalla épica que evocaba las sagas de tiempos antiguos.
Los centauros rugían como toros furiosos mientras embestían contra sus adversarios con la ferocidad de una tormenta desatada. Sus acometidas irrumpían en la línea defensiva con un ímpetu desenfrenado, derribando a los valientes guerreros que osaban interponerse en su camino. Las lanzas se hundían vorazmente en los cuerpos, dejando tras de sí una estela de heridas sangrantes y dolorosas. Los cascos de los centauros aplastaban sin piedad a los caídos, destrozando huesos y esperanzas en un torbellino de violencia desencadenada.
No obstante, en el cenit de tan tumultuoso panorama, resplandecía la destacada lid encabezada por el arrojado capitán Blas y su cohorte de combatientes, quienes, en un sutil compás de espadas y lanzas, danzaban entre los oscuros márgenes del conflicto, desafiando el sino con cada ágil gesto.
— ¡Haced uso de vuestros escudos! ¡Retiraos, retiraos! ¡Todos junto a mí! —proclamó Blas— Formad hileras de ocho, todos unidos y replegados, escudos alzados, ¡Ahora, ahora, ahora!
Así, al clamor del eminente caudillo, la infantería se retiró, posicionándose siete guerreros a su lado, y filas sucesivas de ocho se desplazaron hacia atrás, conformando así una marea de ciento doce escudos circulares, amplios y vigorosos. Los lanceros ocuparon tanto la vanguardia como la retaguardia, así como los flancos, mientras que los espadachines permanecieron en el centro. Blas, en su sabiduría, enfundó su espada y solicitó una lanza, situándose decididamente en el frente.
Los centauros se aproximaron con arrojo, y los lanceros respondieron desgarrando carne con sus largas y afiladas astas, abriendo torsos y piernas, y cercenando cuellos fornidos.
Además, con anterioridad, el capitán había encomendado a sus arqueros que se apostaran en las almenas, aprovechando las ventajas tácticas otorgadas por las alturas.
— ¡Arqueros! ¡Ahora! —comandó Blas.
Así, las flechas, semejantes a veloces aves de rapiña en su completo vuelo, atravesaron los éteres antes de precipitarse sobre los centauros, engendrando el desconcierto y la turbación en las formaciones belicosas del adversario. El agudo zumbido de los dardos resonó sutilmente, y el choque de estos proyectiles contra las corazas y las carnes contrincantes demostró con claridad la eficacia del designio.
Como si en una danza marcial se hallasen, los soldados al servicio del capitán Blas avanzaban y retrocedían con una perfecta sincronía. Evitaban cuidadosamente quedar cercados, manteniendo así una ventaja estratégica que evidenciaba su destreza en el arte de la guerra. Estos guerreros eran auténticos maestros en la disciplina de la defensa, haciendo uso de su coordinación para frustrar los embates desesperados de los centauros. Las flechas acompañaban su esfuerzo, haciendo que estos cayesen derrotados y permitiendo que los hombres prevalecieran. Todo el escenario se mostraba magnífico y grandioso.
No obstante, la adversidad se cernía sobre ellos, pues su número reducido les confería una desventaja en esta encrucijada crucial.
En el fragor de la contienda, emergió un caudillo entre los centauros, un ser pavoroso conocido como Morth, cuyo nombre recordaba a enemigos antiguos. Este individuo se destacaba por su aguda mente estratégica y un coraje sin igual, como si el mismo espíritu de la guerra corriera por sus venas. Su presencia en medio del campo irradiaba autoridad y poder, infundiendo valor en los corazones de sus camaradas y desafiando a sus adversarios con su implacable mirada. Su pelaje ostentaba un gris que recordaba a la vieja ceniza, y blandía un espadón de proporciones colosales.
Editado: 18.01.2024