Año 180 desde la fundación del Bastión Verdegrana.
Año 80 desde la fundación del Reino De Khirintorin.
27mo día de Junio
Con solemnidad, las puertas blancas del Fortín Rubí se abrieron, revelando una vista opulenta que marcaría el comienzo de su velada:
El corredor se desplegó con una extensa alfombra escarlata de tonalidad sanguinolenta, que abarcaba la totalidad del pasillo. Este se extendía con amplitud, su techo se alzaba alto con arcos color crema, formados por finas columnas en las paredes. Las mismas paredes, finamente esculpidas en piedra, sostenían sconces negros rebosantes de velas y tapices teñidos en un profundo carmesí. En ellos, creativas imágenes se desplegaban en el mismo tono negro, mientras que el suelo, de losa de un negro opaco que semejaba al gris, pintaba una imagen bastante encantadora, por decir lo menos.
—Esto supera incluso a tu finca, noble conde—manifestó Celestino.
—Mi finca luce como una simple casilla comparada con semejante obra.
—Sé que esta vista es maravillosa —añadió Augusto—, pero ¿quién nos franqueó las puertas?
Súbitamente, de detrás de ellos se percibió un rústico jocundio que erizó sus epidermis, y no se atrevieron a volverse, mas no requirieron hacerlo, puesto que el portador de este misterioso sonido se les adelantó y se apostó ante ellos, con ambas manos escondidas tras su espalda.
— Buenas noches, apreciados caballeros, soy Tom, y Tom les da la bienvenida.
Tom era... un enanillo, no de los enanos que pudieren imaginar de narraciones fantásticas. Este diminuto personaje no ostentaba mala fama ni mostraba robustez, tampoco portaba mal genio ni blandía un hacha imponente. Más bien, era un enanillo común, un varón de baja estatura que apenas alcanzaba el hombro de Celestino. Su cutis tenía un tono lácteo, su cabello y barba resplandecían como el fuego, y sus ojos brillaban en un tono dorado. Vestía una camisa de lino blanco, acompañada de un chaleco brocado negro sin botones, bien ajustado por un cinto negro con hebilla de acero. Sus calzas, de un color mostaza, se combinaban con unas elegantes botas negras que casi alcanzaban la rodilla. Realizó una leve reverencia y percibió cierta incomodidad, pues el silencio imperó, todos estaban asombrados.
Celestino se adelantó y le ofreció la mano a Tom, quien, emocionado y con mucho gusto, le dio un firme apretón.
—Soy Celestino. Este señor a mi izquierda es Augusto y este a mi derecha es mi amigo el conde Fulgencio.
La mirada de Tom brilló con emoción. —Oh, el conde Fulgencio, sí, sí, sí, el duque Horacio me dijo que solías ser su antiguo asistente. Un placer —dijo, haciendo una nueva reverencia.
Fulgencio rió. —¡Ha! Así que tú eres mi reemplazo.
—Así es —respondió Tom, con voz aguda—. He empezado hace unos pocos meses. Desde que su majestad el rey Fausto aboliera la esclavitud, al duque Horacio le resultó muy difícil encontrar un asistente con el cual congeniar después de tu partida, o mejor dicho, de tu ascenso. De momento, soy el que más ha durado.
— ¿Se abolió la esclavitud? —preguntó Augusto. Jamas tal noticia había llegado al viñedo.
—Oh, ¡Sí, señor Augusto! Hace un año, más o menos. Ahora, todos recibimos paga y hasta podemos renunciar. Se dice que esta decisión no cayó muy bien entre los demás nobles, pero los simples empleados como yo estamos más que encantados con el rey. Por favor, venid, venid, seguramente buscáis audiencia con el duque. Intuyo que más allá de haberos caído bien, no buscábais hablar conmigo.
Habida cuenta de esto, todos siguieron a Tom y comenzaron a transitar el corredor. Allí, pendían del techo varias arañas de hierro con múltiples velas que diseminaban su fulgor, impregnando el aire con un encantador aroma, una mezcolanza de canela y un sutil toque de lavanda. A lo largo del camino, avistaron pequeños sillones rojos y algunos diminutos muebles con vasijas. No tardaron en dar más de treinta pasos antes de atravesar un arco de elegante hechura, encontrándose así en el umbral del vasto salón principal.
Bajo techos elevados y abovedados, labrados con la suavidad de la piedra, sin un solo rasgo que perturbara su innata pureza, se extendía el espléndido salón. Las paredes, aún más delicadas y estilizadas, abrazaban la estancia con su gracia. En el epicentro, un magnífico candelabro de hierro forjado colgaba, sus velas derramando una luz cálida y parpadeante, sostenido por cadenas doradas que lo suspendían como hilos de marioneta desde el techo alto. El suelo, empedrado con amplias losas de piedra pulida, invitaba a la frescura al tocarlo. Alrededor del salón, se disponían con gracia muebles de nogal macizo, meticulosamente esculpidos. En el corazón del espacio, a escasa distancia de un hogar que danzaba con llamas acogedoras, se erguía una mesa circular de cedro. A sus pies, una alfombra verde extendía su abrazo, mientras seis sillas, revestidas en lino carmesí, esperaban a los convidados. A corta distancia de esta escena, unos pasos más adelante desde la entrada, un trono dorado, elevado sobre una plataforma de mármol, desplegaba su esplendor. Adornado con amatistas, esmeraldas y topacios, se situaba al final del salón, flanqueado por amplios ventanales que compartían espacio con sillas adicionales. En el asiento regio, reposaba la figura tan anhelada, la que con fervor buscaban hallar.
— ¡Fulgencio! — exclamó con voz afable — Es un placer encontrarte, amigo mío, pero al parecer no me notificaste de tu visita con compañía. Además, creo haberos enviado una misiva instándoos a comparecer ante el rey en mi nombre. No obstante, dejemos esas cuestiones de lado, al menos por el momento. A tus acompañantes me presento, caballero, joven, soy Horacio Bold, el Duque Horacio Bold. Jamás conoceréis a lo largo de vuestra existencia a alguien más interesante y grandioso que yo. Y si llegaseis a hacerlo, hacedme saberlo, y os demostraré cuán equivocados estáis.
Editado: 18.01.2024