Año 180 desde la fundación del Bastión Verdegrana.
Año 80 desde la fundación del Reino De Khirintorin.
1er Día De Julio.
Tres jornadas completas y noches enteras transcurrieron antes de que el carruaje lograra alcanzar la capital del reino, y así fue como transcurrió:
Tras una apacible y reconfortante parada en Viridis Agri, su travesía se volvió más sosegada, sin precipitarse en un frenesí de velocidad como al comienzo de su partida desde Sidereum, cuando escaparon de los centauros, pero tampoco avanzaron con un paso lánguido. El ritmo se mantuvo elevado y constante, sin incidentes. Para las comidas del día, el desayuno, el almuerzo y la cena, Carlos detenía el carruaje junto a un arroyo y sin más preámbulos se disponían junto a Augusto a preparar las viandas que les habían provisto en el Fortín Rubí.
Los días se extendían fatigosamente, con jornadas de diez a doce horas de incansable progreso sin descanso, al cruzar de un ducado a otro. En su camino, pasaron por dos notables ciudades: Ventosus, en el ducado de Bonun Ventis, famosa por sus vigorosos vientos que impulsaban los grandes molinos, y Olivalis, en el ducado de Olivarreal, renombrada por sus vastos campos de olivos que abarcaban casi la totalidad del terruño.
Las historias de Fulgencio hacían el viaje más entretenido, pues su verbo era tan robusto como su presencia. Contaba cómo en su juventud conoció al Duque Horacio en una taberna de mala muerte, donde los hombres se congregaban para degustar, con la garrafa en alto, los destilados más fuertes y la cerveza más negra.
—Seré un hombre carente de riquezas, le expresé con humildad, mas vos, señor, sois un caballero de escasa fortuna, no porque os falte el favor de la fortuna, sino porque os adentráis en antros insalubres, bebéis cerveza de baja calidad y departís con un humilde como yo, cuando un gran duque y guerrero como vos debiera regocijarse en lugar de lamentarse. Desde aquel día, nobles amigos, nuestra amistad floreció con un vigor extraordinario y ha llegado al estado en que la conocéis hoy en día.
Por aquellos tiempos, Fulgencio era una figura atlética, su semblante tostado por el sol y las miradas de las damas más hermosas (según su propio relato), y el duque encarnaba la grandeza en su máxima expresión. Juntos, con el humo del tabaco saliendo de sus labios, debatían acerca de la belleza de las mujeres del norte y el sur, cuyas pieles y cabellos eran temas recurrentes en sus conversaciones, aunque esto no implicaba necesariamente que tuvieran éxito con ellas. A partir de ese momento, se volvieron prácticamente inseparables, ya que encontraron refugio en las mentes del otro como no lo habían hallado en ningún otro. Fue entonces que el duque contrató a Fulgencio como su asistente personal y lo llevó consigo en todas sus empresas. Juntos recorrieron los campos de Agri Viridis, administrándolos con prudencia y estrategia, poniendo a prueba sus inteligencias en más de una ocasión. Después de varios años, el duque recompensó a Fulgencio con el título de Conde de Septentrionalis Viridis, encargándole la administración del condado norte del ducado.
El hombre gozaba de todas las comodidades que conllevaba dicho título, pero su espíritu no se hallaba completamente saciado. Sí, con el tiempo se tornó más corpulento, pero eso no lo apenaba. Para él, la vida era una aventura, una carrera hacia la epopeya más grandiosa, y en su corazón ardía el deseo de seguir creciendo y descubriendo nuevos senderos. Con la pericia que solo los años pueden otorgar, Fulgencio comprendía que su historia no se limitaba a ese punto, y que por más que lo rodearan las comodidades, siempre habría un nuevo desafío por conquistar. Por eso, se encontraba tan a gusto allí con sus nuevos amigos. También relató la ocasión en que el duque casi pereció en el campo de batalla y él se lanzó valerosamente a asistirlo, poniendo en riesgo su propia vida, dejando a Augusto completamente sorprendido, ya que jamás habría esperado semejante valentía de un noble tan relajado como lo era él.
Los cuatro corceles comenzaron a hollar con más ímpetu la tierra, y su paso se aplacó sutilmente. Carlos elevó su mirada hacia lo alto, y bajo la sombra de su sombrero, esbozó una sonrisa resplandeciente, diciendo: — ¡Amigos míos! Es con gran regocijo que os comunico que hemos arribado.
La muralla de Victoria Occasum se erguía como un coloso adormecido en el horizonte, imponente y aterrador. Sus veinte metros de altura la hacían parecer insuperable, como una barrera casi infranqueable que custodiaba la ciudadela contra cualquier amenaza. Los arqueros apostados en sus almenas y en el adarve, como guardianes imperturbables, vigilaban el horizonte con mirada aguda bajo los yelmos. Era un muro noble, que a lo largo de décadas había resguardado a los habitantes de la urbe de cualquier peligro inminente, incluso desde antes de la fundación del reino. Jamás había sido franqueado, y por ello, al cruzar sus puertas, uno se sentía en el lugar más seguro del mundo.
Celestino y Augusto se separaron, uno hacia un lado y otro hacia otro, descorriendo las cortinas verdes para asomar sus cabezas a través de las portillas. El viento, proveniente del sur, ondeó sus cabellos con una bienvenida sutil, y los claros ojos de ambos resplandecieron como gemas preciosas.
—Ahí finaliza el sendero, muchacho—pronunció Augusto, indicando a Celestino las puertas de acceso.
—¡Es asombroso! —exclamó Celestino, mientras sus ojos parecían anhelar abarcar cada pormenor de aquel espléndido lugar.
—En verdad, la urbe real ha prosperado en estos años—agregó Fulgencio con retórica, pero luego miró a ambos lados y notó que aún tenían sus cabezas afuera. No le agradaba la idea de quedarse aparentemente solo en el interior, por lo que se revolvió incómodo tras hablar y dio un leve golpecito en las piernas de Augusto.
Editado: 18.01.2024