Hijos De La Desgracia: Preludio, Tomo I.

Capitulo 10

Año 180 desde la fundación del Bastión Verdegrana.
Año 80 desde la fundación del Reino De Khirintorin.
30mo Día De Junio. 

Una vez arribados al seno de Victoria Occasum, Augusto y Celestino, cuyas cabezas se asomaron por las estrechas aberturas de su carro por lo menos en la cuarta ocasión durante aquel día, hallaronse inmersos en un cóctel de maravilla y asombro. Sus labios se entreabrieron mostrando así sus albos dientes, y sus ojos se deleitaron con la visión que se desplegaba ante ellos:

—Todo en este lugar se muestra tan diferente —murmuró Celestino, manifestando un cúmulo de admiración y descontento, pues le fascinaba y desencantaba por igual. Admirábase de las hermosas moradas, las angostas calles y los fragantes olores, mas aborrecía la algarabía que se formaba a su alrededor. Principalmente debido a la vida campestre que solía llevar en el viñedo, donde el sonido era escaso y se limitaba a esporádicos clamores y al canto de diversas aves, siendo sus favoritas el ruiseñor y el petirrojo.

—Y aún no has contemplado lo mejor, mi querido amigo. Aguarda a descubrir el noble monumento del antiguo rey Tito, o el magnífico árbol Strennus, o, aún mejor, el soberbio alcázar del rey Fausto. Los interiores de este último son un placer para la vista, la cosa más hermosa que mis ojos han presenciado, y créeme, he sido testigo de innumerables maravillas—respondió Fulgencio con una emoción palpable en sus palabras. Ya se había acostumbrado un poco a que sus amigos tuvieran sus cabezas fuera de la carroza y aprovechaba para abarcar la mayor cantidad de espacio posible, disfrutando así de los cómodos asientos.

—Nada coincide con mis recuerdos—suspiró Augusto, mientras su mirada se perdía en la vastedad del horizonte. Luego, reintrodujo su cabeza al interior del vehículo y quedó mirando hacia la nada misma.

— ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde la última vez que paseaste por estas calles, Augusto? —inquirió Fulgencio con sincera curiosidad y luego le dio un leve golpe en el hombro.

—No lo sé con certeza—dijo Augusto llevando la mano a su barbilla—quizás veinticuatro años. En aquel entonces, apenas estaban erigiéndose las primeras diez mil viviendas cuando me vi forzado a partir de aquí.

—Ah, claro, supongo que abandonaste la capital tras la finalización de la segunda guerra, ¿no es así—conjeturó Fulgencio.

—La realidad es mucho más complicada que eso—confesó Augusto—afirmar que la abandoné por propia voluntad sería engañarte, pero no relataré esa historia en presencia de Celestino. Podría hacer que él disminuyera el aprecio que siente por mí.

—Jamás te juzgaría, Augusto—respondió Celestino, volviendo su cabeza hacia el interior y llenando su voz con un sincero afecto. 

—De todas maneras, prefiero mantenerla en secreto, guardaré ese capítulo del pasado para mí mismo. No me agrada desentrañar los secretos del ayer a menos que sea absolutamente necesario.

El carro avanzaba con parsimonia por la calleja, como si el propio tiempo hubiera quedado suspendido en su devenir. Su transitar pausado y solemne desvelaba la magnificencia del panorama que se desplegaba ante los ocupantes. Tras un breve trecho de unas seis millas, el carruaje detuvosé frente a un colosal establo, cuyos muros de ladrillos rojos emanaban una sensación de fortaleza y resguardo. Sus terrenos ocupaban al menos una cuarta parte de la calle, y más allá de sus puertas se extendían vastos campos, tan extensos que se debía recorrer una larga distancia antes de dejar atrás las altas cercas de madera y volver a encontrar alguna vivienda. Era, precisamente, uno de los pocos espacios verdes de la ciudad y servía principalmente a la milicia.

El clamor de los alazanes resonaba a gran distancia, y los labios de Augusto se doblegaron en una leve sonrisa, pues le infundían la sensación de hallarse en el viñedo.

—En todo el periplo, esta es la inicial ocasión en que esbozas una sonrisa—bromeó Celestino.

—Ya cállate—se rió Augusto.

En la entrada, hallábanse dos varones de semblante maduro y apacible, quienes ocupaban taburetes rústicos, custodiando con benevolencia la puerta que se abría a la calle adoquinada, como protectores amigables de aquel rincón destinado al reposo de los nobles corceles.

—Salve, buenos señores—pronunció Carlos, quitándose el sombrero y ejecutando un respetuoso gesto.

—Es un placer verlo nuevamente, buen Carlos—respondió uno de los hombres, mientras se rascaba su barba descuidada y contemplaba el carro—verdaderamente posee usted un excelente oficio. Siempre con el manejo de los carruajes más elegantes y los caballos más hermosos.

— ¿Que puedo decirles? Verdaderamente amo mi labor—añadió Carlos con sincera alegría.

Celestino, situado a la diestra, entreabrió las cortinas, y el lugar inmediatamente le otorgó un fuerte sentimiento de familiaridad.

Los muros de ladrillo, sólidos y vetustos, parecían haber sido testigos de innumerables crónicas de gestas y aventuras. Adentro, el heno alfombraba el suelo con un tapiz dorado, impregnando el aire con su dulce y terroso fragor, confiriendo una sensación de paz y comodidad. No menos de cuarenta cabalgaduras hallaban descanso, y en las puertas al fondo, que conducían a vastos campos, se divisaban unas pocas más, correteando sin cesar. Eran seres nobles, dotados de gracia y poder, que aguardaban con paciencia su próximo llamado a la acción. En esta ciudad, raramente se precisaban caravanas de gran envergadura, y los caballos encontraban refugio en estas acogedoras paredes. Por tanto, el establo se tornaba también en un santuario para los viajeros errantes, quienes dejaban sus monturas a cambio de una modesta moneda, para luego buscar reposo y hospitalidad en la Posada del Caminante Errante, o diversión y alegría en la Taberna de las Velas Rojas.

Los tres peregrinos descendieron del carruaje, y Fulgencio, con generosa disposición, desplegó tres monedas de plata para los mozos, quienes, con amabilidad, se hicieron cargo de los corceles y llevaron el carruaje hacia el interior del establo, según decían, tenían un bello cobertizo que funcionaba como una especie de garaje para los distintos carros que llegaban. Acto seguido, el cochero Carlos acomodó su impecable vestimenta y se puso de pie frente a Fulgencio, Augusto y Celestino.



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En el texto hay: fantasia, aventura, fantasia épica

Editado: 18.01.2024

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