Año 180 desde la fundación del Bastión Verdegrana.
Año 80 desde la fundación del Reino De Khirintorin.
30mo Día De Junio.
Cuando el fruto cayó de las ramas del árbol Strennus, se desplegó un escenario sumamente interesante:
El infante, en su pequeñez, no podía dar crédito a lo que sus ojos presenciaban; semejaba como si un obsequio proveniente de los altos cielos se hubiera postrado ante su presencia. En el umbral de la incredulidad y el asombro, tomó la manzana entre sus manos y la observó detenidamente. La piel de tan fructífero tesoro era suave como la más fina seda y dorada como los rayos del sol, mientras que su fragancia era dulce como la victoria merecida y la anhelada libertad.
Para su estupor, no era el solitario espectador de tan portentoso suceso. El monje Adrián, recién salido del templo; el herrero Thurcio, rumbo a la plazoleta; y el temible comandante de la guardia real, Laureano "El Mandoble de la Esperanza", que se hallaba junto al monje, contemplaron atónitos aquel instante.
Augusto y Fulgencio, corrieron presurosos como gacelas al percibir la presencia de los hombres que rodeaban a su joven amigo, y al notar que no existía peligro alguno, se aquietaron un tanto.
— ¡Celestino! —exclamó Augusto al adentrarse en la plazoleta.
Sobresaltado por la voz del peón, el niño giró rápidamente. En ese instante, una ola de extrañeza y conmoción casi abruma al canoso señor al contemplar a su protegido sosteniendo en sus manos el fruto sagrado de Strennus. Semejaba que el tiempo quedaba suspendido en ese momento, como si el sino hubiese tejido un hilo encantado para conectar al jovencito Celestino con el portento de aquel árbol soberano.
— ¿Cómo alcanzaste tan preciado tesoro? —inquirió Augusto, en busca de explicación alguna. Sus manos reposaban en la cintura, su entrecejo mostraba marcas profundas, y sus ojos azules se desorbitaban.
—No lo obtuvo por voluntad propia, Strennus lo dejó caer —declaró el comandante Laureano desde su posición, con tono solemne. Sus ojos brillaban como su armadura, y sus rasgos permanecían serenos y dichosos, aunque no se reflejara expresión alguna.
— ¡Veraz es! ¡Con mis propios ojos lo presencié! — vociferó Thurcio, ratificando los sucesos. Trabajaba en la venerable "Armería del León Dorado", poseía una mirada cenicienta, cabellos que ondeaban solo a los costados, una barba castaña que descendía hasta su pecho, y brazos y manos lo suficientemente robustos como para deshacer calabazas con un solo ademán; múltiples quemaduras engalanaban tanto su atuendo como su dermis.
—Un suceso que ha de ser debidamente consignado. Partiré en busca de los pergaminos —pronunció Adrián, apresurándose de inmediato hacia el interior del templo para cumplir con su encomienda. Era calvo, sin indicio de vello facial, y de corpulencia vigorosa, con ojos que ostentaban el matiz de la corteza, profundos y enigmáticos.
Fulgencio llegó jadeante (y mucho después que Augusto), con el pecho agitado y la piel perlada de sudor, tras correr con todas sus fuerzas para alcanzar a sus compañeros de viaje. Apenas entró en la plazoleta, sus ojos se abrieron como platos ante el espectáculo que se presentaba ante él.
— ¿Cómo conseguiste uno de los frutos?
—Te prometo que no hice nada—dijo Celestino—simplemente cayó a mis pies.
—No debes preocuparte, Celestino. Más bien, deberías sentirte honrado. Yo lo estoy y solo fui testigo de ello—pronunció Laureano con un profundo orgullo. Además de su fulgurante y completa armadura, ostentaba una estatura insólita para los hijos del reino; dos metros se alzaba su figura (de los hombres más altos registrados, combatiendo codo a codo con la familia real, aunque aún había individuos de mayor estatura); esbelto pero con una presencia robusta. Rizos coronaban su cabeza, algunos negros y otros plateados, mientras que sus ojos hendidos despedían un brillo ámbar. Su barba, que era una prolongación de su noble semblante, estaba impecablemente recortada, realzando sus delicados rasgos marcados por aristocráticas arrugas.
—¡Oh, noble Comandante Laureano! ¿Habéis presenciado acaso el instante? —preguntó Fulgencio, con ojos centelleantes y pupilas dilatadas. Su voz, además, adquirió agudeza.
— Por supuesto, Conde Fulgencio. Permítaseme afirmar que no permitiré su partida tan fácilmente después de lo acaecido. Este suceso tiene un significado de gran importancia.
—Sin duda, Comandante —respondió Fulgencio, cuya mente giraba incesantemente, habiendo acontecido mucho en un breve lapso.
— ¿Comandante? —inquirió Celestino, ligeramente confuso. Luego, observó con más detenimiento a Laureano y se sintió no solo pequeño, ¡diminuto! Frente a tan ilustre hombre. Tanto que debió tragar saliva.
— ¡Ay de mí, qué desatino el mío! —susurró Fulgencio con pesar— Permíteme, Celestino, presentarte a Sir Laureano "El Mandoble de la Esperanza", miembro de la guardia real del antiguo monarca Tito y actualmente, el comandante supremo de la venerable Guardia Real al servicio de su majestad, el rey Fausto. En la segunda gran contienda de Khirintorín, él luchó y fue ensalzado como un héroe, tras decapitar a más de cincuenta centauros en la batalla y segar la vida de al menos un centenar, entre los cuales figuraban prominentes líderes como Murth, Rhoth y Kroth. Proveniente de un linaje noble, su prestancia se eleva aún más al ser nieto de Lurith, mano derecha del gran Honorio. Además, es hijo de Lurieth «Mano De Plata», el primer comandante en la historia de la guardia real. Sin embargo, tanto Lurith como Lurieth anhelarían alcanzar al menos la mitad de la sublimidad que encarna Laureano, quien no es nada más ni nada menos que una leyenda en vida —explicó Fulgencio con gran elocuencia en sus palabras y emocionándose en el proceso.
—No precisan los elogios ni el jactarse de mis hazañas, buen señor Fulgencio. Tan solo ejecuto mis deberes.
Editado: 18.01.2024