Año 180 desde la fundación del Bastión Verdegrana.
Año 80 desde la fundación del Reino De Khirintorin.
30mo Día De Junio.
De esta guisa, Fulgencio, sumido en la fatiga de su inopinado ascenso, retornó al alcázar bajo el manto de la noche. Sus extremidades se hallaban aquejadas de dolor, la opulenta túnica que vestía le infundía un sofocante ardor, y experimentaba la sensación de haber disminuido su peso en varias libras, todo ello a raíz de la labor que hubo de acometerse durante esta jornada, la cual se desenvolvió de la siguiente manera:
Cuando el rey Fausto depositó su confianza en él, Fulgencio, sin demora, abandonó el recinto de descanso y se encaminó velozmente hacia una de las siete estancias que flanqueaban el lado derecho de la majestuosa sala del trono. La imponente puerta de cedro, recién barnizada, se abrió de par en par, revelando a varias doncellas que se hallaban inmersas en la ceremonia del té, siguiendo la costumbre de la hora. Con gallardía, Fulgencio las observó y, recordando las sabias palabras del monarca, pronunció un sutil asentimiento de cabeza, acompañado de una sonrisa de genuina cortesía.
—Buenas tardes, queridas damas. Ruego que me disculpen si irrumpo en su placentero y exquisito convite de té con tostadas. Permítanme presentarme formalmente, si aún no lo hemos hecho. Soy Fulgencio, Conde de Septentrionalis Viridis, y me encomiendan servir al rey en calidad de su nuevo asistente. Espero que nuestra relación pueda desenvolverse en términos de formalidad y cordialidad. Para iniciar, les insto a que me revelen sus nombres, y en caso de que, en algún momento, mi memoria falle, no duden en hacérmelo saber, por favor.
Así las damas se expresaron en tumultuosa armonía, superponiendo sus voces en un coro de agudas y melódicas cadencias, mientras por un breve lapso, Fulgencio experimentó una sensación de abrumadora presión. En aquel instante, un cántico de nombres, resonantes y variados como joyas en una tiara, llenó el aire, pronunciando con gracia y dulzura los siguientes: Ana, María, Soledad, Gregoria, Atardecer, Luisa y Amarita. Cada uno de estos nombres, como perlas en un collar exquisito, llegó a los oídos de Fulgencio, quien, con afabilidad insuperable, escuchó la presentación de cada dama antes de encontrar la confianza necesaria para dirigirlas con la elegancia que se esperaba de un noble de su calibre.
Con diligencia, dio órdenes a las servidoras del castillo para que preparasen dos cómodas estancias, una para Augusto y otra para Celestino, insistiendo especialmente en la atención que debía recibir el niño.
—Escuchadme atentas, queridas damas. Debemos acondicionar las estancias para recibir a nuestros distinguidos huéspedes, el honorable Augusto y el prodigioso Celestino, quienes a partir de este día tomarán residencia entre nosotros. Para el buen Augusto, quiero una alcoba sencilla y confortable, provista de las comodidades necesarias para su descanso—comunicó Fulgencio con la destreza de quien ha enfrentado tal situación en numerosas ocasiones.
— ¿Y para el joven Celestino, señor Fulgencio? —Indagó la doncella Gregoria.
—Ah, para el joven Celestino, hemos de crear un entorno que exalte su intelecto y sus talentos. Quiero que su recámara sea un auténtico deleite para su mente prodigiosa. Adornadla con estanterías rebosantes de volúmenes, pergaminos y antiguos escritos. Colocad una butaca mullida al lado de un pupitre, con tinteros y pluma, para fomentar su creatividad. Anhelo que cada rincón respire erudición y sabiduría—expuso Fulgencio, a lo cual, minuciosamente y sin dilación, como el fogoso resplandor de un relámpago. Todas las damas se entregaron con devoción a la pronta ejecución de la tarea encomendada.
El grato fragor de sábanas recién lavadas impregnaba el aire, mientras las diligentes doncellas, sumisas a sus quehaceres, con prontitud se avocaron a cumplir las órdenes imperantes. Ataviadas en elegantes ropajes, sus figuras danzaban con gracia y destreza por los corredores y estancias del majestuoso recinto. Su atuendo, cual lienzo enriquecido, revelaba la jerarquía y tradición que permeaba aquel lugar en sus vetustas paredes.
Las damas se engalanaban con hermosos vestidos de largos talantes, tejidos en su mayoría de tafetán en tonos oscuros, como el azul medianoche y el granate profundo. Los cortes, sutiles y cincelados, abrazaban con delicadeza la cintura y se desplegaban en una sinfonía de pliegues hasta rozar el suelo, forjando una imagen de exquisita sofisticación y refinamiento. Las mangas, alargadas y envolventes, lucían en su esplendor bordados delicados y encajes intrincados, que realzaban la belleza de estas prendas de arte.
Con cada paso que daban, las faldas, desplegadas con exquisito mimo, se deslizaban con suavidad, emitiendo un susurro sutil de seda y cotelé, cual melodía susurrada por el viento. Las empleadas, a su vez, portaban delantales de albo encaje, añadiendo un toque de pureza y pulcritud a su apariencia.
La minuciosidad de sus atuendos era innegable, pues hasta el más pequeño detalle se veía cuidadosamente labrado. Los cuellos alzados, ricamente encajados, y los puños que ostentaban volantes de singular belleza, conferían a sus ropajes un toque de femineidad inigualable. En sus cabelleras, peinetas de plata, adornadas con ágatas y cornalinas, sostenían elaborados peinados que habrían hecho suspirar a cualquier ser que se cruzara con su paso.
Con detalle y escrupulosidad, completaban sus atavíos con medias de raso y calzado de cuero finamente labrado, lo cual les permitía moverse con garbo y desenvoltura por los largos pasillos y escaleras del soberano castillo.
Al cabo de una hora, las damas habían concluido su tarea y presentaron al conde, ahora convertido en asistente, sus sorprendentes resultados.
—En verdad, son asombrosas, muchachas. Han realizado un trabajo excelente. No les quitaré más tiempo; continúen con sus labores. Parece que forjaremos una muy buena relación, a juzgar por lo que veo.
Editado: 18.01.2024