Año 180 desde la fundación del Bastión Verdegrana.
Año 80 desde la fundación del Reino De Khirintorin.
9no Día De Julio.
En la hora señalada, Celestino, Augusto y Fulgencio, ataviados con primor y exquisita galanura, desampararon la estancia. Descendieron del tercer piso al segundo y, luego, del segundo al primero. Cruzaron una vez más la sala de investidura, traspasaron la entrañable estancia de reposo frecuentada con ahínco y, finalmente, franquearon la entrada que les llevó al jardín izquierdo. Pues ya se encontraban listos para el evento:
Al llegar, quedaron absortos ante la magnificencia de la conjunción entre el verde césped y los cálidos rayos solares que acariciaban la superficie al ocaso. Percibiendo la expectación en el ambiente, se encaminaron hacia el jardín trasero del castillo, siendo testigos directos del espectáculo meticulosamente preparado a lo largo de la jornada.
—Todo se ha desenvuelto como trazamos, Augusto —mencionó Fulgencio con una sutil sonrisa. Celestino también mostró su contento.
Se encontraban guirnaldas verdes oscuras entrelazadas con hilos de bronce, decorando tanto la posada como los árboles, mientras cada asistente exhibía pulcritud y porte distinguido.
A escasa distancia, a un costado de la posada, se alineaban con postura erguida los guardias reales, excepto cuatro de ellos, situados más al oriente, próximos al templete y frente a los pozos cavados. Celestino, Augusto y Fulgencio divisaron a Fausto a escasos pasos, apoyado en la muralla trasera del castillo, justo debajo del balcón de su majestuosa habitación. El monarca vestía una indumentaria imponente: una túnica de seda púrpura, finamente bordada con hilos de oro y mangas amplias. Sus piernas estaban envueltas en ceñidas calzas negras, una larga capa de seda negra caía sobre sus hombros, y un bello pañuelo blanco reposaba en su cuello. Coronaba su figura una diadema de oro blanco, engalanada con delicadas perlas que embellecían su noble frente. Los tres se acercaron y se detuvieron a su lado, siendo recibidos con un gesto cortés por parte de Fausto, quien contemplaba con atención el desenvolvimiento de la escena ante sus ojos, anhelando que todo transcurriese de manera perfecta.
En el anillo del jardín, varios tañedores de trompetas aguardaban con ávida expectación la señal para dar inicio a su melódica interpretación. El primero de los ataúdes, aquel que albergaba los restos de Charles, era llevado en hombros por el comandante Laureano y el sargento Marcus, acompañados por otros dos valientes integrantes de la guardia. Y así, mientras tanto, el féretro que acogía a Celia sería llevado en solemne cortejo por otros cuatro miembros de la real guardia, unidos en el deber y la tristeza.
En un momento, Fausto alzó su mano y los músicos comenzaron a dar vida a melodías armoniosas con sus trompetas, llenando el aire circundante con preciosos acordes. Laureano, Marcus y los demás miembros de la guardia real emprendieron el solemne traslado de los féretros hacia sus respectivos sepulcros, mientras el monarca entonaba un cántico de exquisita belleza. Las palabras que brotaban de sus labios expresaban un dolor profundo y un amor sincero, transmitiendo así los sentimientos que embargaban a todos los presentes. La melodía ascendía en el aire como un glorioso susurro, con una tristeza conmovida pero, al mismo tiempo, rebosante de esperanza y gratitud hacia aquellos seres que partían de este mundo hacia el próximo.
Y el cantar decía así:
«Escucha, noble audiencia,
Mi voz en este cantar,
Hoy venimos a cantar con lamento y pesar,
A nuestro amigo caído, Charles, en este lugar.
Charles, el vinatero de alma emprendedora,
Con sus uvas y vinos llenaba de alegría toda hora,
En su viña cultivaba con mano firme y dedicación,
Sus caldos exquisitos llenaban de admiración.
Caballero noble, de corazón gentil,
Charles, en cada gesto, destilaba un amor sutil,
Como padre amoroso, brindo tiernas caricias,
Guiando a sus hijos por sendas de delicias.
En los salones, risas y canciones en su honor,
Brindaremos por Charles, con tristeza y fervor,
Sus manos forjaron amistades sinceras,
Y en nuestros corazones perduraran enteras.
Su espíritu inmortal, en la memoria vivirá,
Charles, en nuestros corazones quedara,
Elevamos nuestras voces al cielo en lo alto,
Honrando a nuestro amigo, en este canto sentido y claro.
En el reino de los recuerdos, Charles descansa en paz,
Como un faro brillante, en la noche fugaz,
Que su luz nos guie por senderos inciertos,
En su nombre, seguiremos luchando, abriéndonos paso entre desiertos.
En las brumas del tiempo, tu nombre sera cantado,
Charles, en la historia, tu legado estará grabado,
Vinatero exitoso, padre y amigo leal,
Siempre seras recordado, sin final.
Hoy levantaremos nuestras copas, en tu honor,
Charles, en tus vinos brindaremos con ardor,
Que tu espíritu nos acompañe en cada amanecer,
Y que tu memoria viva en cada verso que podamos componer».
En la embocadura de tal telón, una de las damiselas, ataviada en lúgubre ébano, como luto encarnado, acercóse al cándido Celestino, infante de tiernas maneras, mas despojado de su inocencia pueril. Con lento tránsito, sostenía un lozano mazo de flores, frágil símbolo de la efímera hermosura que contrastaba con la sombría faz de la muerte.
El joven, con el corazón embebido en un profundo anhelo de antaño, mas habiendo soportado estoicamente el amargo golpe que la vida le había infligido, se acercó a las sepulturas que acogían a sus progenitores. Arrodillóse con reverencia y delicadeza, como si la carga del mundo pesase sobre sus frágiles hombros.
Editado: 18.01.2024