Doña Elvira siempre había sentido un vacío que ninguna alegría podía llenar. Sus años pasaban como sombras silenciosas en una casa grande y fría, donde los recuerdos de un amor perdido se mezclaban con la soledad. Por más que lo intentaba, jamás había logrado tener hijos. Cada consulta, cada tratamiento, cada oración, terminaba en un suspiro de frustración.
La noche de Halloween, mientras miraba la luna desde su ventana, un pensamiento irrumpió en su mente: “Si pudiera tener un hijo, aunque fuera uno, todo en mi vida valdría la pena.” Pero el tiempo no estaba de su lado; sus 50 años pesaban como cadenas invisibles, recordándole que los milagros eran raros y escasos.
Fue entonces cuando la oscuridad pareció responderle. Una figura apareció ante ella, envuelta en sombras y con una voz que parecía venir de todos lados y de ninguno a la vez.
—Tu deseo puede cumplirse —dijo la figura—, pero todo tiene un precio.
Doña Elvira sintió un escalofrío que recorrió su espalda, pero la esperanza era más fuerte que el miedo.
—Lo daré todo por tener un hijo —susurró—. Lo que sea.
—Entonces —replicó la figura con una sonrisa que helaba el alma—, te concederé tu deseo… pero debes entregarme lo más preciado que posees.
Doña Elvira no comprendió del todo la advertencia. Su corazón, cegado por la ilusión de la maternidad, solo escuchó las palabras que la llenaban de vida. Sin dudarlo, aceptó.
Y así, en el silencio de aquella noche, un pacto prohibido se selló. Lo que Doña Elvira no sabía era que no recibiría solo un hijo, sino dos, y que el precio que algún día tendría que pagar sería más alto de lo que jamás imaginó.