Ángel y Angélica crecieron bajo el amor intenso y vigilante de Doña Elvira. Desde pequeños, mostraron habilidades que dejaban a todos boquiabiertos: Ángel podía reproducir cualquier melodía que escuchara, mientras que Angélica tenía una voz que parecía tocar el alma de quienes la escuchaban.
La casa, antes silenciosa, ahora estaba llena de risas, notas y canciones improvisadas que brotaban de los niños como un río que no podía contenerse. Doña Elvira los observaba con orgullo, pero también con un miedo silencioso. Sabía que aquel regalo tenía un precio y que, en algún momento, el pacto reclamaría lo suyo.
Los vecinos hablaban del talento prodigioso de los gemelos. Algunos murmuraban que era un don divino; otros, sin saberlo, intuían algo extraño en ellos, un aire que no podía explicarse solo con talento.
A medida que crecían, la música se convirtió en su mundo. Cada día, Ángel y Angélica practicaban juntos, compitiendo en pequeñas melodías, inventando canciones, soñando con escenarios y luces brillantes que parecían llamarlos desde lejos.
Y aunque su infancia estaba llena de risas y canciones, la sombra del pacto estaba siempre presente, como un murmullo que solo ellos no podían escuchar. Un día, quizá, esa sombra se mostraría en toda su fuerza, recordándoles que todo don tiene un precio y que los sueños más grandes pueden terminar en tragedia.