Hilo de venganza

C a p í t u l o 0 2

2.

Cuando vivía en Misisipi solía caminar por las calles sin saber hacia dónde ir.

Miranda y Joe fueron el primer golpe de suerte que llegó a mi vida. Estaba agradecida con ellos por haberme rescatado de las trágicas y sobrias comidas del orfanato.

En ese entonces tenía nueve años y era difícil ser considerada por una familia para el proceso de adopción.

No solía hablar mucho durante mi estancia en ese lugar. Mi única amiga fue una niña de ocho de nombre Kate, y la única razón por la que le hablé fue porque un niño de ojos saltones —del cual nunca supe su nombre— lanzó la cabeza de su muñeca por una de las ventanas que daban a la calle del orfanato.

Aunque el juguete era viejo y ya la cabeza ni cabellos tenía sabía que era especial para ella; porque todo lo que podíamos tener en ese momento lo era, y yo lo sabía, porque no tenía nada.

Esa vez fui hacia la puerta principal y le pedí a un hombre de cabellos blancos y dientes brillantes que limpiaba el lugar si podía ir a la calle por el pedazo de juguete. El hombre me miró como si fuese una tonta por creer que me obedecería. No sé si fue mi mirada llena de ira por su insensibilidad ante la circunstancia; pero con el rostro fruncido salió a la calle y al minuto volvió con la cabeza de muñeca.

Joe era socio de una constructora en proceso, y Miranda no había podido tener hijos. Ambos ya estaban en los cuarenta así que decidieron adoptar. En un inicio, Miranda se encontraba loca por un niño pequeño, pero cuando entró al orfanato y miró cómo jugueteaba con mis pequeños dedos en unos de los pasillos del lugar supo al instante que yo los necesitaba.

Habían pasado once meses apenas desde que todo había transcurrido, y diez desde que había llegado al orfanato.

El mes primero una mujer me había acogido mientras encontraban lugar para mí en algún hospicio, aunque eso no era algo que realmente me importara.

Selma —así se llamaba la mujer— no era antipática, pero tampoco era amable. La única razón por la que había aceptado tenernos a Jose —un niño de siete que abandonaron en la calle vendiendo chicles— y a mí, era por la excelente retribución del gobierno que se iba a llevar a costa de nosotros.

Al final de los días, a Jose lo llevaron a un lugar diferente al mío.

En realidad, él y yo nunca hablamos mucho, sólo nos echamos miradas cómplices durante las comidas porque realmente eran horribles: una especie de menestra espesa de color naranja que podría cortarse con un cuchillo, casi igual a una gelatina. Lo único que sabía regularmente bien eran los dos champiñones que nos echaba encima del “puré”.

Nunca volví a ver a Jose y luego del proceso de adopción tampoco volví a saber de Kate. Nunca pude averiguar si aún seguía en el orfanato porque quedaba en una ciudad alejada a mi nuevo hogar. Cuando crecí y pude visitar el lugar este había sido reemplazado por un extravagante restaurante para turistas.

Siempre supliqué que Kate hubiera sido adoptada por alguna familia. Aunque cuando lo mío ocurrió, ella dijo que había sido afortunada porque casi nadie quiere llevarse a los niños grandes.

Y realmente lo fui.

Al menos por ese entonces.

* * *

—Hola Jo —me saluda Emily en la puerta del edificio cuando voy entrando.

—Buenos días —le devuelvo la sonrisa.

—Tienes un cliente para pesas y dos esperando para empezar su rutina —me entrega un tablero con las fichas.

Asiento y subo las escaleras hasta el segundo piso justo en el área de máquinas.

—Buenos días Rob —saludo al chico de cabello oscuro.

—Hola Jo —saluda con una gran sonrisa.

Le sonrío de vuelta—. Empezamos con press de banca y luego inclinado con mancuernas ¿vale?

Asiente y se pone en marcha.

Camino hacia el otro lado para dirigir la rutina de mis otros dos clientes. Una mujer me espera junto al chico que apareció hace algunos meses en las carreras ilegales. La mujer se sonroja mientras lo analiza secretamente por el rabillo de pies a cabeza.

Me voy directo con la mujer.

—Buenos días… —alargo el saludo mientras leo la ficha— Erin.

—Ho…hola —tartamudea.

—Has hecho aeróbicos —sigo leyendo— empecemos tu rutina con una polea frontal para formar la espalda, ven conmigo —le hago una señal con la mano para que me siga. 

La llevo hasta la máquina y se coloca en ella.

—Has sesiones de veinte con recesos de medio minuto —le indico—. No te fuerces, al inicio será complicado pero irás acostumbrándote.

Asiente y agradece.

La observo por dos sesiones continuas hasta que alguien se planta a mi lado.

—¿Y cuál es la mía? —pregunta.

No me inmuto en girar—. Ni siquiera sé qué haces aquí, no lo necesitas.

Puedo sentir la sonrisa dibujándose en su rostro.

—Tomaré eso como un halago.




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