Pienso tanto en ti, que mi insomnio lleva tu nombre.
La luna llena, mi café a medias y falta un cuarto de hora para que se la una de la madrugada.
Es el segundo café (el frasco tiene la leyenda de descafeinado —tal vez sea mentira—), le agrego tres cucharadas de crema y al mezclarlo bien doy cuatro golpes suaves con la cuchara en el borde de la taza. Comienzo a beberlo lentamente, lo dejo en la mesa y a los cinco minutos vuelvo a darle otro sorbo.
En esta madrugada debo confesar que es la sexta vez que intento escribirte con las palabras más dulces y tiernas pero, al final, sólo logro poner tu nombre en la hoja; lo escribo tantas veces como me es posible.
Haciendo cuentas, me doy cuenta de que es la séptima noche que paso en vela y para cuando logro encontrar las palabras perfectas han transcurrido ya ocho horas.
Me quedo dormido y despierto a las 9:45 de la mañana. Observo la hoja donde intente escribirte y, veo tu nombre escrito más de diez veces como un ejercicio de caligrafía y entre tachones y manchas de tinta se pueden contar once veces la frase “Te amo Coral”.
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