La casa de Thalia era sencilla, construida con piedra oscura y vigas antiguas que crujían apenas cuando el viento nocturno se colaba por las rendijas. No había símbolos visibles ni rastros de magia activa, pero el ambiente estaba cargado de una quietud espesa, como si las paredes hubieran escuchado demasiadas confesiones a lo largo de los años.
Thalia les indicó dónde dejar sus pertenencias y señaló dos habitaciones contiguas.
—El fuego se mantiene solo —dijo—. Si se apaga, no intenten reavivarlo.
No explicó por qué. Nadie preguntó.
Kael dejó su morral junto a la pared, pero no se sentó. Permaneció de pie, con la mirada perdida en el suelo de piedra. El cansancio no era físico; era una presión constante detrás de los ojos, una mezcla de culpa y urgencia que no le daba tregua.
Maelric lo observó en silencio. No intervenía. Sabía que forzar palabras en ese estado solo las volvía más frágiles.
Eldan, en cambio, recorría la estancia con discreción. No tocó nada. No inspeccionó abiertamente. Se limitó a registrar distancias, salidas, sombras. Thalia lo notó, pero no lo confrontó. Sus ojos volvieron a Kael una vez más antes de retirarse a la cocina.
La noche avanzó.
Kael terminó sentándose solo en la mesa de madera, con las manos entrelazadas con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. El fuego proyectaba sombras irregulares sobre su rostro.
—La dejé atrás —murmuró, sin darse cuenta de que hablaba—. Otra vez.
Maelric alzó la vista desde el rincón donde apoyaba su bastón.
—No la dejaste —respondió con calma—. Estás avanzando para traerla de vuelta.
Kael negó despacio. —Eso no borra el momento en que cayó. Yo estaba ahí… y no fue suficiente.
No hubo reproche en su voz. Solo una constatación que dolía más que cualquier acusación.
Desde el umbral, Thalia se detuvo. No entró. No interrumpió. Escuchó.
—Hay cosas —continuó Kael, con la voz quebrada— que no se reparan con conocimiento. Solo con alguien más fuerte que la maldición.
El silencio que siguió fue largo.
Thalia se alejó sin hacer ruido.
La mañana llegó gris, sin sol. El pueblo parecía aún más quieto a esa hora temprana, como si despertara con cautela.
Kael salió al exterior antes que los demás. Se detuvo frente a la colina baja que bordeaba la casa y se quedó allí, inmóvil, observando la nada.
Thalia estaba ya afuera, a unos metros. Frente a ella, un joven de no más de dieciséis años intentaba concentrarse. Un hilo débil de luz temblaba entre sus dedos antes de disiparse por completo.
—Otra vez —dijo él, frustrado.
—No fuerces —respondió Thalia, sin dureza—. Forzar fue lo que casi te destruye.
El muchacho bajó la cabeza. Se llamaba Irian.
Kael no pudo apartar la mirada. Algo en esa escena lo atrapó.
Cuando el joven se marchó, Thalia permaneció quieta unos segundos más. Luego habló, sin girarse.
—Durante meses no reconocía mi voz —dijo—. Gritaba en sueños cosas que no entendía. Había algo dentro de él… algo que se alimentaba del miedo.
Kael tragó saliva. —¿Cómo lo liberaron?
Thalia tardó en responder. —No fui yo.
Se volvió por primera vez para mirarlo. —Un hechicero pasó por este pueblo. No buscaba redención. No buscaba gloria. Solo era… más fuerte que aquello que lo retenía.
Kael bajó la mirada. —Entonces aún hay esperanza.
—Siempre la hay —respondió Thalia—. Pero no llega cuando se la exige.
No ofreció nombres. No ofreció caminos. Solo dejó la verdad caer, como quien deja una herida al aire para que cicatrice sola.
Mientras tanto, en la casa de Maelric, el tiempo parecía detenido.
Aria seguía sin despertar. Selia mantenía los hilos estables con una precisión casi ritual. Raven estaba sentado cerca del lecho, agotado pero firme. Tharen se había quedado a su lado durante horas sin decir nada.
—Cuando despierte… —murmuró Tharen— no quiero que lo primero que vea sea miedo.
Raven apoyó la frente en su hombro. —Entonces no lo tengas.
Selia los observó con una leve suavidad en la mirada antes de apartarse, llevándose consigo el silencio necesario para que ese momento existiera.
Uno de los dedos de Aria se movió apenas.
Nadie lo notó.
De regreso en el pueblo, Maelric salió al exterior y encontró a Eldan apoyado contra una pared, observando a Kael y Thalia desde la distancia.
—No intervengas —dijo el anciano sin rodeos.
Eldan lo miró de reojo. —No lo he hecho.
—Aún —corrigió Maelric—. Y te advierto: si intentas usar su dolor como palanca… esta vez no te detendré con palabras.
Eldan sostuvo su mirada, inexpresivo. —Solo aprendo —respondió—. Como usted me enseñó.
Maelric no contestó.
El viento se levantó levemente, y por un instante, Kael sintió que algo —no una voz, no una visión— lo empujaba a seguir adelante.
No sabía cómo. No sabía cuándo.
Pero por primera vez desde que Aria cayó, supo que no estaba caminando a ciegas.
Continuará…