«Cuenta una leyenda oriental que las personas destinadas a conocerse tienen un hilo rojo atado en sus dedos. Este hilo nunca desaparece y permanece constantemente atado, a pesar del tiempo y la distancia. No importa lo que tardes en conocer a esa persona, ni importa el tiempo que pases sin verla, ni siquiera importa si vives en la otra punta del mundo: el hilo se estirará hasta el infinito pero nunca se romperá.»
Sharon a mitad del relato ya sentía sus párpados pesados. Ya casi terminaba su leche. Dejo de beber de su biberón...
—Mami.
—Dime, mi niña.
—Milo los hilos lojos —La madre rio a tal imaginación. Prendió una pequeña lámpara. Para que así su hija no tuviera miedo. Y cerró la puerta. Sharon comenzó a llorar sin ruido. Esa noche sus pequeñas lágrimas quemaban en sus mejillas. A pesar de su corta edad entendía lo que significaba la leyenda, y le ponía triste que el hilo de su madre no estuviera atado al dedo anular de su padre.
Lloró con más fuerza cuando se dio cuenta, que su hilo rojo estaba roto; y no medía un poco más de diez centímetros.