—¿Estás bien? —preguntó Yésica mientras se acercaba a Javier, quien estaba sentado solo en el patio de la casa, fumando. Minutos antes, su grupo de amigos le jugó una pesada broma al hacerlo asustar con un disfraz de un conocido personaje de películas de terror. Por algún motivo, Javier se molestó en exceso y salió de la casa.
—No, no estoy bien —respondió dando un suspiro —. No me gustan las bromas de ese estilo.
—¿Quieres contarme? ¿Por qué te molestan tanto? —preguntó de nuevo mientras se sentaba al lado de su amigo y lo rodeaba con su brazo para reconfortarlo.
—Está bien, quizás así puedas entenderme. —Javier le dio una pitada a su cigarrillo y se propuso darle una explicación a Yésica.
—Cuando era niño, creo que tenía alrededor de cinco años, mi familia y yo vivíamos en Rosario. Éramos cuatro: mi papá, mi mamá, mi hermano mayor Julio, y yo. Nosotros dos éramos muy unidos, tal vez porque solo nos llevábamos poco más de un año de diferencia en edad, crecimos juntos y no teníamos amigos. Mis padres no querían que nos involucráramos con los hijos de los vecinos, decían que eran malas personas y que no debíamos relacionarnos con gente de esa clase. Siendo tan jóvenes, no podíamos oponernos mucho ni discutir sus ideologías y normas, nos conformábamos con creer que lo que ellos decían era la verdad y punto.
Todo cambió cuando Julio comenzó la escuela primaria, ya no era el cariñoso hermano con el que había crecido jugando y viendo dibujos animados. Comenzó a molestarme constantemente, a hacerme bromas, a burlarse de mí, hacía cosas malas y me echaba la culpa, o me engañaba para que yo las hiciera y después tuviera que pagar las consecuencias ante mis padres, mientras él se reía de mí en un rincón. Se había convertido en un ser despreciable.
Comencé a pensar que era otra persona, y generaba en mí sentimientos desagradables. A veces deseaba que le pasaran las peores cosas, luego me arrepentía. A pesar de todo seguía siendo mi hermano, y la memoria de los buenos momentos me hacían recapacitar sobre mis pensamientos. Eran contadas las ocasiones donde era amable o tenía buenas palabras hacia mí.
Muchas veces intenté reclamarle a mis viejos la actitud que Julio tenía conmigo, pero solo me decían que deje de romper las bolas. Se convirtió en una situación muy difícil para mí. Incluso si me quejaba demasiado, ¡me reprendían a mí en vez de a él! Supongo que había cierta preferencia hacia Julio por ser el primogénito.
Y así fue pasando el tiempo. Solo tenía paz cuando él estaba en la escuela, una vez en casa mi tranquilidad se terminaba, ni te imaginas lo que era los fines de semana…
En un momento, por las noches, comenzó a contarme historias de terror con el simple propósito de que yo no pudiera dormir del miedo. Intentaba no hacerle caso o no escucharlo, pero a esa edad me resultaba complicado. Me contó la historia del hombre lobo y todo eso, que por las noches iba a venir a llevarme, y así lo hizo: Cada noche era despertado por un hombre lobo que me tiraba de los pies; podía escucharlo rugir mientras me arrastraba. Imagina que lo primero que hacía era comenzar a gritar en medio de la oscuridad despertando a todo el mundo. Mis padres acudían a nuestra habitación y, al encender la luz, me encontraban llorando y gritando que un hombre lobo me quiso llevar para comerme. Mi papá se ponía furioso y me reprendía, mientras mi hermano se hacía el sorprendido, que lo habían despertado mis gritos y que también se había asustado. Mi padre entraba a trabajar muy temprano, y molestarlo a altas horas era algo grave. Necesitaba descansar para el arduo día de trabajo que le esperaba, pero yo lo interrumpía por los diarios ataques del monstruo. Hartos de la situación, ya no dudaban en castigarme de forma física. A todo esto Julio se hacía el desentendido, decía que no veía nada ni tampoco escuchaba, mientras que yo hasta llegué a orinarme en la cama del susto.
Intentaba quedarme despierto para evitar que la maldita bestia no apareciera, pero era inevitable que me quedara dormido y todo sucedía una vez más. Hasta que un día, cansado de las golpizas de mi padre y la burla de mi hermano, decidí ponerle fin a todo eso. Esa vez, antes de irme a dormir, fui a buscar el hacha de cocina de mi mamá y la escondí entre mi pijama. Me aseguré que nadie notara que la tomé. Era una noche cálida y de luna llena, Julio me dijo que es en estas condiciones cuando el hombre lobo tiene más fuerza y nada se le escapa, pero yo no iba a permitir que me llevase.
La ventana de nuestra habitación estaba abierta, la intensa luz de la luna se colaba por los huecos de la persiana y llegaba a los pies de mi cama. Coloqué el hacha cuidadosamente debajo de mi almohada y esperé por la criatura haciéndome el dormido, pero no llegaba. Yo no pude aguantar más y eventualmente me dormí, con la mano aferrada al mango. De pronto fui despertado por el monstruo, que tiraba de mis pies con más fuerza que nunca, a la vez que rugía y daba grandes resoplidos. La luz de la luna se había desplazado pero igual podía ver su silueta gracias al relumbre, me incorporé sin miedo y decidido a terminar con la infame bestia. Tomé el hacha y la asesté con todas mis fuerzas sobre la cabeza del animal, que cayó al instante. Llamé a todos a los gritos, ¡había matado al hombre lobo!
Mis padres entraron a mi habitación y encendieron la luz, y vi que esa cosa tenía puesta la pijama de mi hermano, pero su cabeza era la de un lobo. Tenía el hacha fijada en la frente y había un charco de sangre que se hacía más y más grande. Miré la cama de mi hermano… estaba vacía, aún no comprendía lo que sucedía.