A veces meter las narices donde realmente no te llaman puede ser peligroso e incluso fatal, a menos que sea por el afán de hacer justicia. Lo que a veces no nos dicen son las cosas que podemos encontrar al entrometernos demasiado, y este es el caso de Oliver, un pequeño joven de trece años que vivía en un barrio tradicional de la ciudad de San Miguel de Tucumán junto a sus padres Dana y Arturo.
Si hay un rasgo característico de Oliver, era su curiosidad y sus ganas de aprender más sobre lo que fuese, en el barrio ya era conocido por hacer demasiadas preguntas sobre cualquier cosa. Al panadero, al carnicero, al mecánico, los hostigaba durante horas tratando de desenmarañar los misterios de cada profesión. En la escuela se distinguía por hacer quedar mal a profesores que no podían responder a sus preguntas, porque realmente no las sabían, y estas situaciones dejaban mal parados a los docentes delante de los demás alumnos, haciéndolos ver como ignorantes que solo enseñaban lo justo y necesario, y no tenían realmente una vocación de instructores.
Solo una sola persona lograba poner a Oliver en extremo nervioso: el viejo Celso Chávez, conocido también en todo el barrio por su mal carácter y por la aterradora casa donde vivía. Celso era un hombre de unos cincuenta o sesenta años, nadie sabía con exactitud su edad ni la de Amelia, su esposa. El matrimonio no era para nada sociable, se los veía muy poco fuera de su casa, salvo en las tardes de verano donde el viejo Celso fumaba, con un evidente gesto de desprecio por todo lo que observara, sentado en un antiguo sillón de hierro en la entrada de su casa bajo una galería que cubría toda la entrada, murmurando maldiciones a toda aquella persona que pasara por frente de su casa e hiciera contacto visual con él, o en las pocas ocasiones que se veía a la pareja salir en su auto a realizar compras. Fuera de esas oportunidades jamás se los veía asomarse fuera de su domicilio que, tal como ellos, era bastante especial.
La vivienda de los Chávez parecía más una casa abandonada que otra cosa, el terreno era muy grande, de unos cuarenta metros de frente y ochenta de fondo, diferente a los habituales diez por treinta metros que tenía el resto del barrio. Por el frente había una reja oxidada con lo que parecía ser restos de pintura blanca que alguna vez cubrieron todos los hierros, tenía un portón de dos hojas a un costado y una pequeña puerta, decorados por adornos de herrería muy complejos, que delataban su antigüedad por la ya perdida arquitectura y estética de los herrajes. En su interior el pasto crecía alto ya que solo una vez al mes el viejo Celso daba mantenimientos. En los patios laterales se podían ver los cadáveres en pie de lo que alguna vez fueron árboles vigorosos.
La casa era de madera o estaba revestida de ese material, estaba desgastada y las paredes llenas de manchas de moho negro, se podía advertir que las paredes alguna vez estuvieron pintadas de un color rosado o algo así. En los sectores que no estaban expuestos al clima, se podía distinguir ese color, pero ahora era una casa gris con manchas negras y parecía que se estaba cayendo a pedazos. Tenía el techo a dos aguas y una galería que cubría el frente donde se situaba el sillón de hierro en el que Celso se sentaba a fumar en las calurosas siestas de verano. En lo que parecía ser un segundo piso, lo que se podría considerar el altillo de la casa, había una pequeña ventana redonda, la única que tenía, que siempre permanecía cubierta con papel periódico.
Para Oliver, la casa y el matrimonio Chávez eran todo un misterio, jamás pudo establecer tan siquiera un minuto de conversación con el viejo Celso. Cuando pasaba por el frente y miraba al hombre sentado, apenas pronunciaba las palabras ‘’hola don Cel-’,’ él se incorporaba y entre gritos, insultos y maldiciones, ahuyentaba al joven que salía corriendo despavorido, con el miedo de que alguna de sus amenazas se hicieran reales.
Esto no desalentaba a Oliver, que no conocía el concepto de ignorar las cosas, los Chávez y su casa eran para él, todo un reto. ¿Quiénes eran Celso y Amelia? ¿A qué se dedicaban? ¿Por qué eran tan malos? ¿Por qué no cuidaba su casa y su jardín? Eran algunas de las preguntas que agobiaban su cabeza y le quitaban el sueño al curioso joven, que entre todos los misterios del universo, este en especial estaba dispuesto a resolver cueste lo que cueste.
La ventana de la habitación de Oliver daba hacia la calle, y le permitía casi una vista panorámica de la casa de los Chávez, que vivían en frente. Generalmente, después de algún intento fallido por entablar un diálogo o un saludo con el viejo Celso, Oliver se quedaba por largos ratos mirando desde su cuarto a la desgastada casa, e imaginaba como sería por dentro y lo que hacía el belicoso matrimonio. Fue en una de esas noches de vigilia, entre preguntas y respuestas imaginarias, que hizo un curioso descubrimiento: la luz del altillo permanecía encendida durante horas y el resto de la casa estaba en completa oscuridad. A primera vista no era algo que le llamara la atención a las personas, pero sí a una mente inquisitiva e inquieta como la de Oliver, que luego de notar esto por tercera o cuarta vez comenzó a imaginar y preguntarse lo que allí sucedía a altas horas de la noche y por tanto tiempo.
Una tarde, cuando comenzaba a oscurecer, Oliver estaba sentado en la puerta de su hogar disfrutando de la suave y refrescante brisa, mientras dejaba volar su imaginación al observar la arruinada casa de enfrente. Entonces, vio salir muy presurosos a Celso y Amelia en su auto. Mientras pasaban por frente suyo notó que Amelia lo observó con cierto anhelo en su mirada, pero fuera de eso no emitió ningún otro gesto al pasar, mientras que el viejo Celso llevaba el ceño fruncido y parecía estar realmente molesto. Nada de esto llamó demasiado la atención de Oliver, ya se había vuelto una costumbre verlos salir, pero a medida que el sol caía detrás del cerro San Javier y las luces del alumbrado público comenzaron a encenderse, el joven captó algo totalmente inusual: la ventana del altillo se encontraba iluminada. ¡Nunca había sucedido!