En un viejo pueblo, en la zona más longeva, había una casa muy antigua que tenía la fama de estar habitada por el espíritu del anciano Victorino Cayetano Ricci, mejor conocido por todos como Don Vito, un hombre alto y corpulento que atemorizaba con su sola presencia, sus ojos eran azules intensos y tenía una mirada penetrante, pero aquellos que tuvieron la suerte de conocerlo se encontraron con una persona sumamente amable y de gran corazón.
Fue uno de los primeros inmigrantes italianos en arribar al nuevo continente escapando de la miseria. Desde que puso un pie en Argentina amó esta tierra, y fue una persona que vivió una existencia feliz y agradecida. Siempre decía que solo en este país y con mucho esfuerzo y trabajo, pudo tener una vida sin privaciones y concretar el sueño de tener su propia casa, la cual construyó con sus propias manos y que, después de haber pasado más de cien años, aún sigue en pie y en buenas condiciones gracias a su descendencia; si bien ya nadie vive allí, aún se conserva.
Don Vito amó tanto esa casa y este suelo que sus hijos, y posteriormente sus nietos, afirmaban que, después de fallecer, su espíritu seguía residiendo allí, y efectivamente así era. Ésta era la casa de Don Vito y todo el mundo la conocía por ese nombre. Era como un monumento al pasado, dedicado a los inmigrantes que vinieron a un lugar desconocido con un idioma diferente y salieron adelante, pudiendo realizar aquí el sueño de una vida mejor.
La vida (si es que se le puede decir así) del espíritu de Don Vito en su casa era apacible y tranquila, solo perturbada en algunas ocasiones por sus bisnietos y tataranietos que iban a limpiar o restaurar algo. Estas interrupciones en la cotidianidad del espíritu no eran algo que le molestara, de hecho le gustaba que lo visitaran y más aún los niños pequeños, lo hacía muy feliz ver a su prole más distante corretear por los pasillos y habitaciones.
Un día, que transcurría como cualquier otro, abrió la puerta uno de los bisnietos, Adriano, e ingresó con una extraña mujer que el longevo espíritu jamás había visto. Su nombre era Natalia, y estaba acompañada de una niña de solo ocho años, llamada Eva. Ambas parecían nerviosas y algo tristes. Los tres recorrieron el lugar casi por completo, mientras Don Vito los seguía de cerca. No podía escuchar bien lo que decían, pero parecía que hablaban acerca de la casa. Al terminar el recorrido, la mujer parecía más aliviada y sonreía mucho, estrecharon sus manos y se retiraron, y el espíritu volvió a su rutina habitual.
Unos días más tarde, Natalia y Eva regresaron a la antigua propiedad cargando unas pesadas cajas, y tras ellas varios hombres con muebles, más cajas y aparatos extraños que la vetusta mente de Don Vito no podía descifrar, entraban y salían de todas las habitaciones dejando objetos y demás. Esto enloqueció al espíritu, sintió que estaba siendo invadido y no podía hacer nada al respecto, intentó detenerlos pero era inútil, nadie podía verlo y él no podía tocarlos. Horrorizado por el desorden y descontrol, huyó al único lugar donde estaba solo: la terraza. Se quedó allí, aturdido y enfadado, preguntándose quiénes diablos son esas personas y cómo se atrevían a interrumpir su apacible transcurrir y a realizar semejante desorden en su amada casa, estaba increíblemente enojado, no recordaba la última vez que enfureció así, iba de un lado al otro, refunfuñando y murmurando.
Luego de una hora, sintió que el bullicio y el movimiento cesaban, tomó valor y bajo de la terraza lentamente observando cuidadosamente cada habitación, las cuales estaban llenas de cajas, ropa, muebles y aparatos extraños. Los que más llamaban su atención eran un un aparato con diversos botones, símbolos, números del 0 al 9 y un cable enrulado; y una caja de forma extraña con un cristal al frente. Jamás había visto en su vida de humano (ni de espíritu) un teléfono o un televisor, por lo tanto no podía identificar tales objetos.
En la habitación principal se encontró con Natalia, quien penosamente sacaba su ropa de las cajas y las acomodaba en un viejo armario, con cierta nostalgia y resignación en sus ojos. Don Vito conocía esa mirada, entendía su sentimiento. Era la mirada de un nuevo comenzar y la incertidumbre de no poder saber lo que sucederá en el futuro cercano, pero también había cierta esperanza y alivio en su proceder, como si dejara una desgraciada vida en el pasado y empezar de nuevo. Por un momento, olvidó que Natalia era la gran invasora de su amada casa. De pronto entró corriendo la pequeña Eva, con sus rizos alborotados y una gran sonrisa en su rostro, traía de la mano una gran muñeca de trapo que arrastraba los pies detrás de la pequeña niña, la cual se abalanzó sobre su madre en un verdadero abrazo de amor. La escena conmovió de tal manera al añejo espíritu que pensó que sus ojos se inundaban de lágrimas, dio media vuelta y salió de la habitación para dejar a madre e hija a solas. En el camino fue observando todas las cosas de la mudanza y recordó que estaba furioso, que había sido invadido, y volvió al único lugar que había quedado intacto en su casa, otra vez solo en la terraza, yendo y viniendo de un lado al otro.
La noche ya había caído, y a cada minuto Don Vito enfurecía más, mientras densos nubarrones se formaban en el cielo y las primeras gotas comenzaban a caer, pronto se convirtió en un fuerte aguacero. —¡Esto es todo! —pensó, tenía que deshacerse del problema como fuera, no iba a pasar la noche bajo la lluvia y el frío mientras Natalia y Eva dormían plácidamente en su habitación favorita. Era un fantasma después de todo, y los vivos le temen a los fantasmas, así que las sacaría de un buen susto. No era una idea que le agradara, no estaba en la naturaleza del espíritu ser malo con las personas, pero tampoco dejaría que le pasen por arriba e invadan su casa. Bajó por las escaleras practicando su cara más temible, comenzó a quejarse y a gritar de forma espeluznante, se abrió camino entre las cosas de la mudanza hasta llegar a la habitación principal, atravesó la pared y gritó tan fuerte como pudo mientras daba vueltas y se elevaba por la habitación, pero nada sucedía. Ellas seguían durmiendo, no podían escucharlo, quizás por falta de práctica, nunca había asustado a nadie en su muerta vida, por decirlo de alguna manera. Intentó tirarle de los pies pero no podía tocarlas, no sabía cómo hacerlo; trató de gritarles desde muy cerca, casi al oído, pero tampoco funcionó. Se sentía patético, había fallado como fantasma que asusta, se sentó en una silla que estaba en un rincón y comenzó a lamentarse, sin darse cuenta que Eva había despertado y lo miraba sentada desde la cama.