Estaba calurosa esa siesta de diciembre, muy calurosa… aunque en La Rioja es normal que haga este tipo de temperaturas. Estaba esperando a mi buen amigo Alberto, que siempre estaba dispuesto a darme una mano cuando la necesitaba, y la tarea que teníamos hoy era un poco desagradable. Había que llevar una carga de guano a una pequeña finca de nogales en un pueblo cercano. Como se estaba demorando mucho, tuve que comenzar con la hedionda labor yo solo, y era bastante, así que ya estaba un poco de mal humor. Apenas terminaba de cargar todo en un carro enganchado a la camioneta del vivero en el que trabajaba cuando Alberto llegó; me lavé bien las manos y salimos.
El viaje era corto, de unos treinta kilómetros. Cuando Alberto se enteró que íbamos a Famatina, se puso algo tenso.
—No me gusta ese lugar… así que vamos y volvamos rápido —me pidió casi como una súplica.
—¿Por qué tanto apuro?
—Ese pueblo está lleno de brujas. ¡Lo detesto! —me contestó, muy nervioso.
Solté una gran carcajada. —¿Me estás jodiendo? ¿En serio creés en esas cosas?
—¡Es en serio! Hay muchas historias de ese pueblo, y una vez escuché a una.
Yo seguía tentado por la estupidez que había escuchado. Después de conocer a Alberto por tantos años, nunca imaginé que le temiera a esas cosas.
—¿Escuchaste una? No entiendo —le pregunté, mordiéndome los labios para dejar de reír.
—Sí, gritan muy fuerte y se escucha muy a lo lejos. —Mientras decía esto, su cuerpo mostró los espasmos clásicos de un escalofrío.
Decidí no burlarme más y seguir conduciendo, aunque a veces sus palabras volvían a mi mente y me tentaba a reírme una vez más.
A mitad del recorrido debíamos cruzar un puente. Un par de kilómetros antes, el camino comenzaba a ser sinuoso hasta llegar a la finca donde teníamos que entregar la carga. Empezando a recorrer las curvas y contracurvas, Alberto frotaba sus manos entre las piernas.
—¿Qué te pasa? —pregunté.
—Por esta zona suelen pasar cosas extrañas y se ven brujas, por eso quiero volver antes que caiga el sol —insistió seriamente.
Yo quise comenzar a reír de nuevo, pero noté angustia en su rostro mientras rascaba frenéticamente su barba, intentaba pensar en algo que decir para romper la tensión que había en la cabina de la camioneta, pero no se me vino nada a la mente. Al cruzar el puente pude ver en su actitud que se había tranquilizado un poco. Acercándonos al pueblo se observaban las primeras plantaciones de nogales.
Cercanos a nuestro destino mientras comenzábamos a transitar la avenida principal, Alberto pronunció una frase casi como un refrán: “Casa verde, casa de bruja”.
—¿Qué dijiste? —pregunté porque realmente estaba con la mente en otro lado y no llegué a escucharlo bien.
—Casa verde, casa de bruja —repitió. La verdad no entendí el significado de la frase así que pedí que me explicara mejor.
—Las casas que están pintadas de verde es donde viven las brujas, como aquella de tu izquierda —me explicaba mientras señalaba tímidamente una casa que dejábamos atrás en la avenida.
—¡Ja, ja, ja! ¡Eso es ridículo!
—No lo es —insistió.
—Mi casa también es verde y yo no soy ningún brujo, aunque me gustaría tener los poderes de Gandalf —le repliqué mientras tomaba una curva para salir del poblado.
—En tu caso es una casualidad, pero en este pueblo es ley —dijo, casi como advirtiéndome.
—Creo que tenés una obsesión con ese tema de las brujas. ¿También creés en el coco y los Reyes Magos?
—¡Andate a la mierda! ¡Estoy hablando en serio! —me contestó enojado.
Por el resto del camino fui riéndome mientras él miraba por la ventanilla con cara de odio, lo que provocaba que yo me divirtiera más todavía.
Cuando llegamos a la finca, Alberto descendió rápido y enérgico, quería terminar y partir lo antes posible. Para sorpresa nuestra, y para comenzar a complicarnos las cosas, en ese lugar no había nadie, y mi compañero comenzó a desesperar. Llamé por teléfono varias veces a mi jefe, pero éste no atendía. Casi una hora después que arribamos apareció un hombre entrado en años, de aspecto desagradable, su vestimenta de trabajo estaba muy desgastada y desteñida (además que a mi parecer le quedaba algo grande), su cabello estaba largo y muy encanecido, y parecía no haber gozado del toque limpiador de un shampoo en mucho tiempo. Caminaba como si el mundo y el tiempo le pertenecieran, y fumaba unos cigarrillos de tabaco negro que, combinado con su aliento, provocaban una mezcla nauseabunda de espeso humo. Se paró frente a nosotros y se presentó como Jorge, el encargado de la finca.
Jorge nos indicó donde descargar las bolsas de guano, aunque en realidad ninguno de los dos entendió bien lo que nos dijo, por el cigarrillo en la boca. Para ser honestos, le preste más atención a su cigarro que, por alguna razón, se quedaba quieto mientras hablaba, Me di cuenta que al viejo le faltaba un diente de adelante y lo hacía encajar en el hueco que quedaba por la pieza faltante. No podía sacarme la imagen de la cabeza e intenté cualquier cosa para no reírme en su cara, aunque creo que lo notó, o tal vez fue que no le prestamos atención, así que al parecer se molestó por eso; solo recuerdo que nos señaló una dirección donde estaba un viejo galpón.