Hay muy pocos eventos en la vida de una persona que pueden hacer que se replanteen todo lo que sabían, o creían saber, inclusive sus creencias. A mí en particular, me tocó vivir una experiencia por demás traumática y a muy corta edad. No estaba listo para vivir algo así; de hecho, nadie nunca lo está. El evento en cuestión me hizo temblar hasta los cimientos de mi escéptico ser, cuestionarme básicamente todo y comenzar a creer que hay algo más de lo que los ojos pueden ver (aunque en mi caso, pude verlo, oírlo y hasta olerlo), poner en duda las historias que alguna vez escuchamos o lo que vimos en alguna película de terror, y pensar que no eran tan exageradas; algunas veces hasta se quedan cortas en lo explícitas que pueden ser. Todo esto lo aprendí en un verdadero curso intensivo.
Crecí en el seno de una familia muy conservadora y religiosa. Imágenes y la palabra de Dios estaban siempre presentes en la cotidianidad de mi vida, asistir a la iglesia cada domingo era una obligación para todos los miembros de nuestro grupo familiar, aunque para mí era todo una pérdida de tiempo. En ese entonces era la oveja negra, ponía en duda toda nuestra creencia y tradiciones. No cabía en mi cabeza la idea de un ser omnipresente y omnipotente que rigiera nuestras vidas y nos amenace con arder en un infierno si las desobedecemos. Por ese entonces, intentaba encontrar respuestas lógicas a todo lo que dijeran que fue un milagro, una obra divina o un gesto de Dios. Cuando me obligaban a dar las gracias en la mesa o rezar antes de dormir, lo hacía en un tono casi burlón o acababa siempre con un comentario irreverente, algo que molestaba a todos y en especial a mi madre. Adoraba discutir con las personas creyentes, hacerles preguntas incisivas al respecto de la religión y eventualmente, dejarlos sin argumentos. Realizar estas travesuras, sobre todo en la iglesia, me traía problemas en casa. Mis padres eran adeptos a la corrección física de la indisciplina. Estos castigos siempre venían acompañados de extensas penitencias con largas horas de rezos y oraciones. Pero yo no amedrentaba, era un rebelde, quería demostrar que todos se equivocaban, y hacerlos quedar en ridículo hacía que los golpes y las penitencias me parecieran más leves.
Mi actitud era algo que preocupaba especialmente a mi madre, que era una ferviente creyente y sierva del tal Dios. Podría decir que jamás vi a alguien con tanta devoción como ella, creo que aún más que muchos sacerdotes que conocí. Además, también era una mujer devota del hogar y sus hijos; no puedo negar que, haciendo a un lado los castigos, era una madre amorosa y una esposa fiel. Realmente se preocupaba por mí, hasta el punto de derramar algunas lágrimas por mis acciones, y era en esas ocasiones cuando sentía que había cruzado el límite y me ponía a merced de su voluntad.
Cuando cumplí la edad para asistir a las clases de catequesis para realizar mi primera comunión, mi madre se lo tomó muy en serio. Decidida a cambiarme, a que tomara el camino que ella consideraba correcto, que mi alma fuera salvada de una eternidad de tortuosos castigos en la fosa de los infiernos, me envió a tomar mis lecciones nada menos que a la catedral de la ciudad, considerada por ella como un lugar sumamente santificado, ya que en ese templo, hace muchos años, apareció la imagen de la virgen, y como no podía ser de otra manera, ese fenómeno era considerado por casi todos como un milagro real.
No satisfecha con enviarme a al lugar más ‘’santo’’ de la ciudad a perder mis tardes de fin de semana, mi madre habló con el sacerdote de la catedral. Le comentó de mis actitudes y la importancia que tenía para ella, pero más para mí, que me guiara por el camino del Señor. Ambos acordaron algo que para mí era de lo peor. Además de mis clases de los sábados, el día domingo debía prestar servicios de monaguillo durante la misa de las 8 am. Por lo tanto mis horas libres fuera de la escuela primaria se veían muy reducidas. Eso realmente me fastidiaba, yo solo quería, como cualquier niño de mi edad, jugar con mis amigos o ver la televisión. Este acuerdo impositivo entre ellos solo hacía que detestara aún más la religión. Me negaba a hacer tales cosas pero como era de esperarse, mis padres me obligaban y, peor aún, mi madre me rogaba con lágrimas en sus ojos. Ese era mi punto débil. Ella sabía cuánto la quería, y con tal de no verla llorar acataría todas sus peticiones.
Desde mi casa, la catedral de la ciudad quedaba alrededor de 2 km, los cuales debía recorrerlos caminando. Por lo tanto, para acentuar mi desprecio por mis nuevas actividades, debía levantarme temprano los sábados para llegar a horario. Una demora en la asistencia equivalía a quedarme después de la salida a rezar en el templo. Además de las dos horas de clases religiosas a las que debía asistir, debía quedarme treinta minutos más con el sacerdote. No quería permanecer más tiempo del necesario en aquel lugar, así que llegar tarde no era una opción para mí.
Asistir en la misa dominical era especialmente nefasto para mí. Usar la larga sotana y hacer todas esas reverencias no era lo peor, sino que mis amigos y compañeros de clase acudían al templo y se ubicaban en las primeras filas de asientos solo para burlarse de mí, lo que hacía que entrara rápidamente en cólera, mostrando un mal gesto durante toda la misa. Con todas estas cosas se me hacía eterna, además de que me distraían y el sacerdote no dudaba en llamarme la atención frente a todos los presentes. La vergüenza era absoluta. Mi madre por otro lado estaba más que orgullosa de verme siendo parte de la gran misa de los domingos.
Con el pasar del tiempo, mis amigos y compañeros ya no me molestaban, pero eso no quería decir que me agradara seguir siendo un monaguillo. Sin darme cuenta ya había pasado casi un año desde que comencé la catequesis y la asistencia a misa. La verdad, no había mucho cambio en mi actitud y en lo que pensaba acerca de la religión. Es más, seguía haciendo de las mías durante las clases e incluso llegaba a dejar sin argumentos al mismísimo sacerdote de la gran catedral. Lograr dicha hazaña era sublime, aunque debo reconocer que era un hombre bastante sabio. Ya casi era diciembre y el receso por vacaciones iba a comenzar. Tres meses de descanso de la palabra de Dios, de la sotana blanca los días domingo y de los castigos del sacerdote a mis irreverencias en clases. Pero, lo mejor era volver a tener tiempo libre para mí.