El autobús atravesó el campo de girasoles que había entre la ciudad y el sector donde yo vivía.
Iba a un ritmo tranquilo. El sol tenue entraba por la ventana. El aire fresco parecía acariciar y animar a cada persona en ese lugar.
Toda mi vida había visto el mismo escenario cada vez que iba a la ciudad desde mi casa.
Y sin embargo, no me cansaba de mirar por la ventana del autobús.
Había algo en ese paisaje, a esa hora de la mañana, en esa ventana, que me daba cierta... paz.
Todos los asientos estaban ocupados por estudiantes de secundaria. Sus uniformes blancos se sintonizaban con la tranquilidad que se sentía.
Yo estudiaba en el mismo instituto. Solía llevar el mismo uniforme.
De hecho, hoy debería tenerlo puesto. Hoy debería formar parte de este grupo que se dirige a estudiar.
Pero llevaba un mes sin asistir a clases.
Mi sueter negro desentonaba. Pero no hacía caso de eso.
El conductor me miraba de vez en cuando. No lo culpo, todo mi ser desentonaba con la apariencia de los demás estudiantes.
Sin embargo, llevaba puesto mi identificación de estudiante, eso debería bastarle para no sacarme del autobús.
Podía ver a varias personas que estaban en el mismo salón que yo en los asientos del bus, pero ninguna de ellas reparó en mi.
Estaban encorvadas sobre sus celulares, con sus audífonos puestos a todo volumen.
Desde aquí puedo oir lo que están escuchando...
No podía culpar al conductor por su insistente mirada nerviosa.
Mi aspecto no era nada bueno. Había dejado crecer mi cabello hasta casi cubrirme los ojos y lo tenía sin cuidado. Estaba pálido, delgado y mi ropa negra llena de pelusa por el desgaste.
Parecía todo menos un estudiante.
Miré por la ventana y vi como disminuía el número de girasoles a medida que el autobús avanzaba. El paisaje empezaba a cambiar.
Mi ánimo tambien.
Diez minutos hasta la siguiente parada justo antes de entrar a la ciudad. Ese era mi destino.
Había un enorme y viejo puente que conectaba el campo con la ciudad, era como cambiar de mundo una vez lo cruzabas.
Una caída larga y un río al fondo de esa caída era lo que había en el abismo entre ambos mundos.
Mis latidos aumentaron. La tranquilidad que me brindó el paisaje se empezó a disipar. La ansiedad hacía que mis pies golpetearan el piso. Empecé a sentir hambre. Me pareció que ahora todo y todos hacían demasiado ruido.
Ni siquiera había pasado un minuto de recorrido desde que salimos del campo de girasoles. ¿Serían estos los diez minutos más largos de mi vida?
No lo sabía, pero si sabía que serían los últimos diez minutos de mi vida.
Al bajarme del autobús, caminaria hasta el puente, miraría al vacío y me arrojaria al rio.
Iba a acabar con mi vida. No era de extrañar que estuviese tan agitado.
Las dudas y las preguntas arremetian con fuerza. ¿Y si no lo hago? Tengo miedo de que vaya a doler demasiado ¿Qué pasará después? ¿De verdad no hay otra manera?
Pero ciertos pensamientos se imponían contra las dudas. Había una determinación perversa que atropellaba. Parecía incluso que la idea no era mía, parecía una fuerza exterior imponente, algo que me forzaba y empujaba en contra de mi querer.
Pero me había rendido a la melancolía y ya no podía luchar más contra eso. Había tirado la toalla.
Me había dado cuenta que hasta este punto, no había tomado ninguna buena decisión.
Me había equivocado en cada una de mis elecciones. Me equivoqué con la gente. Me equivoqué en mi actitud, mi manera de ser, mi manera de hablar, mi manera de conectar...
Y no era culpa de nadie más que mía. Yo mismo era el culpable. Había fracasado en todo. Me tenía un desprecio enorme, y ese desprecio aumentaba día tras día.
No había nadie que esperara mi regreso a casa. Incluso dudo que haya alguien que vaya a llorarme.
La aceptación de esa idea me tenía aquí.
Hace una semana vendí mis pertenencias. Lo que consideraba mis tesoros. Algunas cosas las regalé. Lo que no pude vender o regalar terminó en la basura.
Recordar y pensar en esas cosas hizo que mi corazón se estrujara, mis ojos se humedecieron, mis labios temblaban. Sabía que tenía una mueca en la cara tratando de contenerme.
Estaba exprimiendo los vestigios de humanidad que tenía. Un corazón capaz de generar lágrimas era un corazón vivo.
El autobús se detuvo.
Todo mi ser se detuvo. ¿Era hora?
Miré fuera y vi que esa no era mi parada, sino más bien una que estaba cinco minutos antes del puente.
La puerta se abrió y una chica con el uniforme del instituto subió al autobús y luego de pagar su pasaje, miró en busca de asientos vacíos y luego me miró a mi.
Miré de reojo alrededor y no habían puestos vacíos... excepto el que estaba a mi lado.
Volví mi mirada a la ventana y a lo que había allí afuera.
Traté de volver a lo que estaba pensando antes, pero...
Esta chica es nueva, ¿no?
No la había visto subirse al autobús antes.
Tendría lógica, el instituto inició un nuevo semestre.
Yo apenas pasé el semestre anterior con la nota mínima. No quería perder el privilegio de usar este autobús estudiantil que pasaba por el campo de girasoles a la hora perfecta.
La chica finalmente se sentó en el otro puesto a mi lado.
Estaba sudada, su uniforme arrugado y desarreglado ¿Iba acaso corriendo al instituto?
Sin duda alguna era nueva.
ーFuah, si hubiese sabido que pasaba el autobús no me hubiese afanado tanto...
Respiraba pesadamente. Debió haber estado corriendo bastante...
Y sin embargo, luego de secarse con un trapo y arreglarse un poco el cabello, quedó impecable.
¿Qué diablos? Esta tipa corre bajo el sol de la mañana a tal punto de dejar el uniforme hecho girones, y aún así luego de subirse, se arregla hasta quedar como si nada y de paso huele bien.
Cualquier otro ser humano hace eso y se subiría al carro oliendo a sobacos y sudando como cerdo.