—Muchas gracias, de verdad. Lo siento por causar problemas—la chica del club de jardinería estaba algo ofuscada y quizá algo triste también por el tono de su voz.
—No hay de qué—le dije con una sonrisa mientras le preguntaba sobre las plantas que tenía en el stand.
Al principio, se notaba decaída, pero mientras más hablaba sobre sus plantitas y el jardín exterior del instituto, más emocionada se veía. Sin embargo, el tinte de melancolía en sus palabras seguía allí.
En la cartelera que vimos antes, solo aparecía su nombre en el flyer del club. Por lo que Lynn era la única miembro, y por lo dicho en los altavoces, su club podría desaparecer mañana si no encontraba dos miembros más.
Me despedí de Lynn, y me llevé una pequeña flor amarilla que me regaló. Le hice prometer que me ayudaría luego a sembrarla y que me daría instrucciones para hacerla crecer.
Caminé rápidamente por los pasillos hasta llegar a la salida del instituto. Traté de enviarle un par de mensajes a Ozzil, e incluso le marqué al celular, y sin embargo, no recibí respuesta alguna.
Algo le estaba sucediendo.
El autobús tardó en llegar más de lo habitual, y cada minuto que pasaba era precioso en estos casos. El sol ya se había ocultado para cuando llegué a la parada cerca de la casa de Ozzil.
Las farolas iluminaban el camino mientras las luciérnagas revoloteaban a un lado y al otro.
La casa estaba totalmente a oscuras. Me detuve frente a la puerta y contuve la respiración por un breve momento.
Busqué en mi bolsillo y saqué una llave que había copiado del llavero de Ozzil, solo para casos de emergencia. Supuse que este era uno de esos.
Giré el pomo de la puerta y empujé. La puerta se abrió con un leve rechinar apenas audible. La luz exterior se hizo presente al iluminar tenuemente el interior de la casa.
El bolso de Ozzil estaba tirado en el sillón junto al suéter del uniforme. Encendí la luz de la sala apenas dí con el interruptor.
La cocina estaba impoluta al igual que la sala, así que probablemente había pasado del sillón directamente a su cuarto luego de llegar.
Caminé hasta su habitación y me quedé plantada frente a su puerta. Toqué dos veces despacio.
—Ozzil, voy a pasar, más te vale tener algo puesto y no estar haciendo nada raro.
Aunque tampoco importaba mucho si no llevaba su franela puesta.
Abrí la puerta y apenas pude ver nada en la habitación totalmente oscura. Encendí la linterna del móvil e iluminé el lugar.
Allí estaba, hecho un ovillo en una de las esquinas de la habitación. Estaba temblando, sus brazos cruzados mientras se sujetaba los costados. Su mirada estaba pérdida en un punto fijo mientras se repetía a si mismo, de manera apenas audible: ¿Qué voy a hacer?
Me acerqué a él y me arrodillé a su lado. Sus ojos se fijaron en mí. Una mirada de temor tal que pareciese haber visto a la misma muerte de frente. Quizá lo haya hecho.
Lo abracé lo más fuerte que pude. Estaba helado.
—Ayuda...—esa palabra llevaba consigo tal tono de desespero, que al escucharla, algo se removió en mi corazón.
—Cuenta los latidos de mi corazón, Ozzil—acerqué su cabeza a mi pecho, y acaricié su cabello mientras trataba de calmarlo—respira despacio, poco a poco, yo estoy aquí, no me iré.
Perdí la noción de cuánto tiempo estuvimos así. Supuse que quizá una hora o dos, hasta que su cuerpo volvió a tomar calidez y dejó de temblar.
Su respiración se había calmado.
—Ya... Ya estoy bien, Merlín.
—¿Seguro?—él asintió a mi pregunta, y yo lo dejé ir del abrazo.
Se quedó un rato allí sentado, como recobrando fuerzas, y finalmente se puso de pie. Me ofreció una mano que con mucho gusto tomé y dejé que me ayudara a levantarme.
—Gracias, Merlín—sus palabras eran sinceras, quizá las más sinceras que haya escuchado venir de él.
—Jeje, no hay de qué—le di un pequeño golpesito en el brazo—¿Quieres cenar algo?
Su estómago rugió en respuesta a mi pregunta. Mi estómago respondió con un rugido no menor que el de él.
Nos miramos y entonces nos echamos a reír.
Ambos fuimos a la cocina y con lo poco que había allí, resolvimos una cena decente para los dos.
Cuando me fijé en la hora, eran cerca de las once de la noche.
—Puedes quedarte—dijo con el tono más desentendido y fresco del mundo.
Bueno, gracias Dios.
El sillón tenía una sección desplegable que lo convertía en una cama. Ozzil trajo una almohada y me la dejó allí.
Nos dimos las buenas noches y él se fue a su habitación.
Así estaba bien también.