Historia corta: Herencia de sangre

Herencia de sangre

 

Estaba lloviendo. Las escobillas del parabrisas limpiaban con dificultad toda el agua que caía a cántaros sobre mi auto, mientras manejaba de noche por aquella carretera de Gogar, en Escocia, dirigiéndome hacia mi casa sumamente alterado.
La reunión había sido un completo fracaso. Mi hermano, como siempre, había anulado la opinión de todos y colocado la suya por encima. Sus palabras resonaban en mi cabeza: «nuestro padre me nombró a mí como administrador, así que soy yo quien toma las decisiones.»
Él no estaba dispuesto a repartir la herencia, a pesar de que yo y mis otros hermanos queríamos que se nos entregara nuestra parte. Pero mi hermano era un codicioso, obstinado, que nunca iba a dar su brazo a torcer, porque para él, repartir aquella propiedad de diez mil hectáreas con sus hermanos significaría perder su orgullo, y lo único en la vida por lo que era reconocido.
«Demonios», me decía a mí mismo. Esa herencia era mi única oportunidad de salir de deudas, de pagar la hipoteca de mi casa, la cual estaba a punto de perder, y salvar a mi familia y mi negocio de caer en bancarrota.
De pronto, a un lado de la carretera, lo vi. Su coche estaba varado, y tenía la tapa alzada, revisando con una sombrilla y un foco el motor, intentando encontrar el motivo de la avería.
Me detuve cerca de su automóvil, y aparqué a la orilla de la calle. Tomé mi paraguas y me dirigí hacia su carro, sosteniendo un foco en la mano.
— ¿Qué sucede? —le pregunté con desgana.
— Es este maldito auto. De pronto comenzó a brincar y a salirle humo del capó, así tuve que parquear para comprobar dónde estaba el daño, pero no encuentro nada.
— Vaya —en realidad, yo no tenía mucho conocimiento mecánico—. ¿Tienes alguna llave o algo para ajustar la batería?, tal vez sea eso.
— Sí, en mi guantera hay un alicate. Tráelo.
Mi hermano estaba acostumbrado a dar órdenes. Como el mayor, siempre fue el predilecto de nuestro padre, y lo nombraba siempre a cargo de todo. Siempre encargado de la casa cuando nuestros padres no estaban, a cargo de los animales de la finca, de las mascotas, de vigilar que los demás hiciéramos nuestros deberes, e incluso a cargo de programar la televisión; y, finalmente, lo dejó según el testamento a cargo de repartir, distribuir y controlar la herencia, algo a lo que todos los demás nos opusimos, pero nuestro padre ignoró nuestra opinión.
Abrí la puerta del copiloto y me dispuse a buscar el alicate en la guantera. La entreabrí, y, justo cuando levanté una carpeta dentro de ella, me quedé perplejo: una pistola Calibre 22 brillaba al fondo. La sujeté y verifiqué las balas: se encontraba cargada.
La tomé sin pensarlo entre mis brazos. Salí del carro y me acerqué lentamente hacia mi hermano, que estaba hablando al teléfono al parecer con su esposa. 
— Sí, sí… Te digo que voy a llegar tarde, Marta. ¡El carro está varado!, joder... yo qué voy a saber cuánto voy a tardar, ¡que el puto carro está varado!... A tomar por culo, Marta. Acuesta a los putos niños, y yo veré la hora en que pueda llegar. ¡Deja de joder mi paciencia!
Vi que guardó el móvil en el bolso del pantalón, y le apunté con el arma mientras daba pasos en su dirección.
— Leandro, ¿encontraste el alic…? —me miró perplejo, mientras le apuntaba directo al pecho—. Joder, ¿qué haces?, ¿acaso piensas matarme con mi propia arma?
— Todos estamos cansados de tu tozudez. Planeas conservar la herencia intacta hasta que mueras, llevándonos a todos nosotros contigo.
— ¿De qué hablas, Leandro? —dijo, moviendo las manos—, sabes que soy el custodio del latifundio, así lo estipuló papá en el testamento, y no hay nada que…
— ¡Calla! —me acerqué hacia él, sujetando firmemente el arma—. ¡De rodillas!, ¡de rodillas ahora!
Jacob se arrodilló, disgustado, con sus brazos levantados hacia arriba.
— Coño, Leandro. Deja de estar jodiendo y guarda la pistola, ambos sabemos que no vas a disparar.
Le encañoné la boca del arma en la cabeza, y le grité con furia.
— ¡Que te calles, imbécil!, tú qué sabes de lo que soy capaz de hacer o no.
— Tío, si toda la vida has sido un gilipolla. Siempre has vivido a mi sombra y nunca has podido hacer nada por ti mismo, ¿y ahora vienes haciendo demandas?
Su semblante demostraba desprecio hacia mí, y eso me hundió más en ira. Sus palabras eran ciertas, realmente, ni yo ni ningún otro de mis ocho hermanos habíamos podido hacerle frente. Pero ahora era diferente, no iba a permitir que nuestras vidas se arruinaran sólo por su puto egoísmo.
Di unos pasos hacia atrás y le apunté en el rostro, justo en medio de los ojos.
— Leandro —me dijo, tembloroso —eres un gilip…
¡PUFF!, la bala destrozó su cráneo y salió por detrás de la cabeza, y su cuerpo cayó desparramándose contra el suelo como un tronco talado. Verdaderamente lo había asesinado.
Me dispuse a ocultar la evidencia: salpiqué el arma con el agua de lluvia y la enterré adentrándome un poco en el bosque. Con un pañuelo que llevaba en el pantalón, limpié la guantera y el asiento del copiloto para borrar cualquier indicio de huellas digitales. Cerré la puerta del auto y corrí hacia mi propio automóvil, esperando que no pasara nadie en ese momento. Una vez adentro, me sequé la cara con una toalla y encendí el motor. Mi teléfono comenzó a vibrar.
— Sí, cariño, ya voy para allá, me atrasé un poco por la presa… No… No te preocupes, todo se va a solucionar. Creo que hallé una forma de salvar la casa y la empresa.
Colgué el teléfono y puse el carro en marcha, de vuelta a mi hogar.



#31542 en Otros
#10133 en Relatos cortos
#13324 en Thriller
#5460 en Suspenso

En el texto hay: crimen, asesinato, suspenso

Editado: 23.09.2018

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.