Historia corta: La familia Moreno

La familia Moreno

 

La familia Moreno caminaba por el trastillado trecho que daba a su casa, en la cima del Cerro Banquillo. El Sol se ponía en el horizonte y bajaba lentamente, escondiéndose entre las montañas verdes que caracterizaban ese rural y laderoso sitio. Dos bueyes caminaban adelante, guiados por Miguel, el único hijo varón de la prole, quien con un largo chilillo arreaba las dos bestias para que siguieran el camino hacia la huerta. Clara, su hermana, de apenas dos años menos que él, se encontraba hablando sola mientras caminaba un poco alejada de los demás, porque sus delirantes y extraños hábitos de jugar con el Tarot y contactar espíritus con su tabla de Ouija, espantaba a todos, incluso a su madre, quien intentaba por todos los medios esconder aquellos instrumentos diabólicos que le encontraba a su hija, incluso llegando a quemar alguno de ellos; pero todos los aparejos misteriosamente volvían a manos de Clara, como por arte de magia, sin que se supiera quién o qué cosa sacaba los objetos de gavetas selladas, los desenterraba de su profunda sepultura, o los reconstruía de las cenizas y los colocaba tal cual estaban en su estado original, sobre la mano de la niña.
La madre caminaba de la mano de Celeste, su hija menor, mientras Felicia, el retoño de mayor edad, marchaba detrás de su hermano, vigilando que los animales no se escaparan del trillo, observando a su padre, por quien sentía una gran admiración, el cual trotaba al lado de los cabestros con su sombrero blanco, su pantalón de mezclilla ahuecado y su camisa blanca abotonada, con un arma de fuego colgando sobre la espalda y sandalias en vez de zapatos. El padre, era el típico campesino, orgulloso del ganado y de la leche recién ordeñada, la que vendía a los habitantes del pueblo. Se levantaba a las tres de la mañana e iba directo a la granja a esquilmar el lácteo de las vacas, a arrebatarle los huevos a las gallinas ponedoras, y a rejuntar zanahorias y hortalizas cosechadas en su vergel, mientras la madre se despertaba a las cinco para cocinar el desayuno y ponerlo sobre la mesa.
«¡Qué familia tan hermosa!», exclamaba la gente del poblado cada vez que el padre pasaba junto a progenie, para comprar los alimentos que no podían cosechar, vender la siega a las verdulerías y ferias del pueblo o a quien le pagara mejor, y dar un paseo a los niños, que vivían alejados de todos los hombres, y tampoco asistían a la escuela, ya que en ese tiempo no había ninguna cerca.
María, la madre y jefa de la casa, después del padre por supuesto, colocó su mano extendida sobre su rostro, intentando tapar la luz del Sol que ya se acomodaba detrás de la cordillera. De pronto, una sombra pasó a su lado corriendo, y, por la poca luz, no logró distinguirla hasta que ya se encontraba lejos: era Clara, que se apresuraba, como llevada por el diablo, hacia Felicia, moviendo extrañamente sus brazos e impulsando su cabeza hacia adelante, como queriendo morder lo que fuese que estaba frente a ella.
Clara se lanzó sobre Felicia, cayendo encima de sus hombros, y, por la inercia, la tiró al suelo, provocando que golpeara su rostro contra las piedras y desparramara en ellas todos sus pensamientos. Uno de los bueyes salió huyendo despavorido, y el padre, quien no había visto que Clara acababa de embestir a su hija, persiguió el cuadrúpedo, el cual se había ya extraviado entre la maleza, y bramaba fuertemente como si estuviera muriendo o herido de gravedad.
– ¡Soberbio! –gritó María a su cónyuge, pues así se llamaba él; pero el hombre no la oyó, ya que únicamente estaba poniendo atención a los mugidos del boyazo.
Clara tomó una roca del suelo, y, aún montada sobre la cabeza de su hermana, la golpeó en el cráneo repetidamente hasta romper el cascarón, dejando sus sesos repartidos por toda la senda. Miguel la miraba con espanto, meado en sus pantalones y completamente inmóvil, paralizado, con una angustia en el rostro que se apreciaba a veinte leguas, angustia de la cual nunca salió, por más que los médicos intentaron por todos los medios despertarlo de su trance, pero nada funcionó nunca, y, desde ese día, perdió la voz y no volvió a comunicarse con nadie, ni siquiera en señas.
Clara se levantó y volteó su cuerpo hacia su madre, con un rápido movimiento incomprensible para un ser humano.
– NUNC OMNI DIE SUNT –gritó Clara hacia las nubes, hablando con cinco voces distintas al mismo tiempo.
Clara miró a Celeste con ojos de alimaña hambrienta a punto de atacar a su presa, y corrió directo a ella, efectuando el mismo danzar de brazos que había hecho al pasar al lado de su madre. Pero su mamá, que no se había alarmado e incluso presentía desde antes que en algún momento dado iba a presentarse una situación similar, tomó un grueso tronco que posaba en el suelo, y lo desbarató en el pecho de su hija Clara, quien cayó sobre un charco de barro y comenzó a maldecir en lenguas extrañas y a arañar la tierra, embarrándola en su cuerpo, tornándose de un grotesco color marrón con olor a pudrimiento y porquería.
En eso llegó el padre, con el buey amarrado en un mecate que llevaba en su brazo, y se encontró con esa terrible escena: su hija mayor en el suelo con la testa partida en dos, su hijo de pie orinado, Clara acostada retorciéndose, sucia y vociferando oraciones sin sentido dirigidas a los dioses, y su esposa con un pedazo de madera entre sus manos, protegiendo a Celeste tras su espalda.
– ¿Qué pasa, María?, ¿qué está ocurriendo aquí?
– ¡Es Clara!, ¡se ha vuelto loca! Te dije que los demonios algún día la iban a poseer. ¡Dispárale! ¡Debes matarla ahora!
Soberbio desenfundó su escopeta y la apuntó directamente hacia su hija, caminando con paso agigantado hasta colocarse justo enfrente de ella.
– Detente, Clara. ¡Basta ya! –pero Clara continuaba revolcándose en el lodo y condenando a los espíritus en idiomas desconocidos.
– ¡Te digo que la mates, Soberbio!, ¡ella mató a Felicia!, ¡dispara ya!
Soberbio, hipnotizado por los alaridos de Clara, y obedeciendo inconscientemente las órdenes de su mujer, tiró del gatillo, y una estruendosa detonación resonó por toda la serranía, pero sin ninguna otra persona cerca, aparte de los ahí presentes, que pudiera escucharla.
¡PUM!, y el cuerpo de Celeste se precipitó al suelo, con un vacío en el tórax por donde había entrado la bala, y un semblante de pavor.
– Soberbio, ¿qué has hecho? –exclamó la madre con dolor–, has matado a Celeste.
Soberbio se dio cuenta en ese momento, de que su arma inexplicablemente había girado hacia una dirección totalmente opuesta, y se había descargado contra su ángel menor. Soberbio observó a su esposa postrada sobre el cuerpo de Celeste, lamentando la muerte de su hija más preciada.
– No puede ser –lamentó Soberbio, lanzando su escopeta y tirándose al suelo–, ¡qué he hecho!
Soberbio levantó el rostro, y vio la boca de su escopeta justo frente a él. María la había tomado, y estaba a punto de vengar la muerte de su pequeña.
¡PUM!, otro disparo, y el cuerpo de Soberbio sucumbió, enviando su alma directo al infierno con un agujero en la mollera. María inspeccionó el rifle, lo apuntó a su cabeza, justo por debajo de la barbilla, y lanzó el último proyectil hacia su rostro, destruyendo por completo sus facciones, haciendo que fuera imposible reconocerla si no hubiese sido por los rasgos de su cuerpo y porque estaba junto a los cadáveres de sus familiares.



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En el texto hay: posesion, sobrenatural, brujeria

Editado: 23.09.2018

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