Historia De Aetheris

De la Conformación De Aetheris

Anthorymie.

Podríamos divagar durante horas, narrando sin cesar la maravilla que Aetheris representaba, no obstante, este empeño no demandaría simplemente minutos ni horas, sino días, semanas e incluso años, en una descripción profusa que no se limitaría a menos de mil doscientos días. Sin embargo, optaremos por resumir tal grandeza.

En el vasto mundo de Aetheris, extenso y hermoso como ya se ha mencionado, cuatro continentes se extendían majestuosos (aunque solo mencionaremos dos). Tras la llegada de Aerion y Valeriah, junto con su prolífica descendencia, optaron por consagrar sus vidas a la veneración de Aetherion, considerándolo una parte sagrada de su existencia. Conscientes de su comunión con la Armonië y su capacidad para canalizar el Aetherium que fluía a su alrededor, abandonaron los salones de Silvershield Keep y se entregaron a embellecer aún más el continente que llamaban hogar.

Los verdes prados, bosques, colinas y llanuras se transformaron en esmeraldas vivientes. Los ríos, arroyos y el océano circundante adquirieron tonos cristalinos, mientras las cumbres heladas al norte, antes austeras, se volvieron igualmente hermosas, emulando el color y la belleza de finas perlas. Los Anthromen que compartían el continente se sintieron cada vez más intimidados por estos seres altos, radiantes y reverentes, que los hacían sentir humildes.

Decidieron buscar un nuevo hogar, cruzando el norte, incluyendo las imponentes montañas, y construyendo barcos en las doradas playas. Los hijos de Aerion, generosos en sabiduría, les ayudaron a crear naves robustas que aseguraran un viaje sin contratiempos. Así, los Anthromen partieron de aquel lugar, excepto algunos que habían encontrado el amor entre los Anthorym y no regresaron jamás.

Con el tiempo, los Anthorym se multiplicaron y se encontraron solos en su continente, sin perturbaciones. Decidieron perseverar en su misión de honrar los deseos de prosperidad de Aetherion. Erigieron majestuosas mansiones y exuberantes jardines por toda la tierra, que ahora les pertenecía en exclusividad. Templos imponentes se levantaron en veneración a cada una de las Deiminores, mientras otros adoraban a Aetherion mismo.

Persistieron en su estudio de los misterios de Aetheris, registrando sus conocimientos en innumerables tomos escritos en la lengua que habían creado para sí mismos, el Armonith. Grandes ciudades surgieron, y su dieta se basaba únicamente en las frutas y verduras que cultivaban, aún más exquisitas que las cosechadas en tiempos pasados, gracias a sus secretos para tratar la tierra. Plantaron árboles en abundancia y dieron vida a extensos bosques, mientras los animales vivían en armonía. Este continente que ahora era su hogar fue bautizado como Anthorymie, donde ningún otro ser pisaba su césped esmeralda ni bebía de sus aguas cristalinas.

Anthromia.

Y surcaron los Anthromen el vasto océano con la ayuda de un pequeño don otorgado por las manos de Orione, primogénito de Aerion, quien al ofrecérselo lo describió de esta forma: «Mystiornav para nosotros, mas para vosotros, sería más apropiado nombrar a este artefacto Brújula». Su apariencia era en verdad encantadora; su estuche estaba forjado de metal pulido con un resplandor iridiscente, y en su centro giraba incesantemente una rosa de los vientos. Los puntos cardinales se hallaban marcados con relucientes gemas, y los bordes exhibían adornos semejantes a alas de mariposa. Cuando se sostenía, despedía una tenue luz que iluminaba su entorno.

Con ayuda de aquel artefacto, que ostentaba la capacidad de discernir tormentas y oleajes embravecidos, así como de amoldarse a los deseos de su portador, partieron en un viaje que abarcó un ciclo completo del sol, según el calendario de los Anthorym, equivalente a mil días. Desembarcaron en hermosas costas de grisáceas arenas, donde dos majestuosas cordilleras abrazaban el continente, semicerrándolo como un anillo perfecto, adquiriendo la forma de una herradura, a diferencia de las playas en las que atracaron, como si fuesen tierras ocultas al ojo de los demás. El líder de tan intrépida tripulación, Honorio, a quien Orione había bautizado como Honorio Nobilcor en virtud de su valentía y firme determinación al asumir el timón de la nave, retomó su papel, ahora en tierra firme. Desempacó los presentes conferidos por los Anthorym, concretamente de manos de Orione, y aún resonaban sus palabras en su memoria:

"Diez arcos de noble madera, si los anhelos de caza son vuestros, no los de la siembra. Espadas de acero en número de diez, para la defensa en los peligros que yacen ocultos en aquellos horizontes distantes. Hachas afiladas, también en decena, destinadas a la sabia tala de árboles, erigir moradas y avivar el fuego en el frío. Picos robustos, en igual cantidad, en caso de que deseen elevar moradas de materiales más recios que la madera o explorar los secretos profundos de la tierra que habrán de habitar. Deseamos para los Anthromen las más favorables de las fortunas, y otorgamos estos dones, desconocidos para vosotros, con la sólida creencia de que aprenderéis su manejo. Añadidlos a las palas, rastrillos y hoces que conocéis. A ti, amado Siluth, te bautizo con el nombre de Honorio, en virtud de tu honor, y te otorgo el apellido Nobilcor, por tu nobleza al guiar a los tuyos y el coraje de liderar esta larga travesía. Que la diosa Undine os sea propicia y os conceda aguas benevolentes. Adiós, adiós, Honorio Nobilcor, recibid la bendición de Aerion y de sus hijos, entre los que me cuento, Orione. Adiós y que la buena suerte os acompañe".

Y así aconteció que Honorio condujo a los Anthromen, siguiendo las indicaciones de la Mystiornav, la cual, comprendiendo de inmediato los designios de Honorio, resplandeció con un fulgor anaranjado y corrigió la orientación que habían seguido desde el principio, basándose ahora en la geografía del continente en el que se encontraban, y no en la de Aetheris. Así, quedó revelado que estaban al sur de esta recién descubierta porción de tierra. Marcharon durante cuarenta leguas hacia el norte, y allí se toparon con una vasta meseta, que se alzaba al menos a diez varas por encima de los prados que la circundaban.




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