Historia de Amor

Capítulo 12: Relación

“… Fue por culpa de mi padre… que comencé a odiar a todos los hombres por igual, a excepción del señor Harold. Él fue el único que siempre estuvo ahí para nosotras cuando más lo necesitábamos. Nunca nos juzgó, nunca nos abandonó, nunca hizo nada más… que darnos el amor que también necesitábamos…”

Las palabras de Matilda seguían presentes en mi cabeza. Tanto, que mi mamá tuvo que intervenirme en la hora de la cena preguntando si me encontraba bien. Esta vez contesté que no, dejándole en claro antes que era por un problema ajeno a mis dolores de cabeza.

Mi papá preguntó si quería hablar de ello en lo que terminaba de limpiarse la boca con una servilleta. Solo atiné a responder que estaba decepcionado por lo inconcientes que podíamos llegar a ser todos nosotros como personas, dejando a ambos algo desorientados.

- No te entiendo. ¿Lo dices por la chica que trajiste a casa? ¿Ocurrió algo con ella? _las palabras de mi madre me ruborizaron en sobremanera, afirmando con un movimiento vago de cabeza.

- Sucedieron cosas… _dejé mi plato casi intacto de lado para apoyar los hombros sobre el comedor_... Me estuvo contando un poco de su pasado, por eso es que traía los ojos llorosos cuando volviste a casa. Su familia también es disfuncional...

Mis padres se me quedaron mirando fijamente por un momento. Luego, negaron con un movimiento de cabeza y entre risas, me dejaron en claro que no confundiera las cosas ya que la nuestra “no lo era”. A lo que sin dudarlo, apreté los puños y enfurecido me levanté de la mesa para dejarlos hablándole a la nada, ocultándome entre las paredes del único lugar al que sus mentiras no podrían lastimarme.

“…Carlos Rojas era un sinvergüenza. Y pese a ello, mi mamá seguía con él porque temía quedarse sola. Siempre me dijo que lo hacía por nosotras, pero mentía. Al final, fueron sus propias acciones egoístas las que la arrastraron no solo a ella, sino también a sus propias hijas, a un pozo que por mucho tiempo no tuvo salida…”

- Ludwing, ¡abre la puerta ahora! ¡Ludwing! _los gritos de mi padre, secundados por violentos golpes a la puerta de mi habitación no hicieron más que reafirmar mi resentimiento hacia ambos.

Yo también me sentía dentro de un pozo, uno al que nunca pedí entrar.

“Somos como dos almas rotas… creo que fue por eso que también congeniamos rápido…”, pude escuchar a la perfección las leves pero dolidas sonrisas de la pelinegra dentro de mis recuerdos mientras me esforzaba por ignorar los reclamos de mis padres.

Apreté los dientes. Me sentía fatal por desobedecerlos, por haberlos dejado hablando solos. Pero aquel sentimiento de culpa fue rápidamente desplazado por más recuerdos de mi plática con Matilda, de sus besos, de aquellas oraciones que de alguna manera llenaban aquellos retazos faltantes dentro de mi corazón.

Nuestra primera promesa de amor fue la de cuidarnos de ahora en adelante. De estar siempre ahí para el otro cuando lo necesitáramos. Porque eso es lo que hacían las almas rotas. Creía que nadie más que ella sería capaz de entender mi dolor.

Y eso era suficiente, no necesitaba nada más.

Lo único que me apenaba del caso de mi ahora enamorada era que, pese a que la policía logró capturar al prófugo de su padre, este al final terminó en libertad a las pocas horas por una negligencia terrible por parte de la Fiscalía de la Nación. Por fortuna, ya nunca más volvió a molestarlas desde que comenzaron con sus mudanzas periódicas.

Terminé tumbándome en la cama cuando los empujones a mi puerta cesaron. Mi mamá amenazó con castigarme por haber actuado como un malcriado, pero eso ya me daba exactamente igual. En lo único que pensaba ahora, era en la reacción que tendrían mis amigos cuando me vieran junto a la pelinegra. Me emocionaba de solo imaginar los rostros sorprendidos de Evans, Isaac y los otros. Incluso de la misma Stephany, quien ya no me caía tan mal como antes.

Sin duda alguna, el jueves sería un día diferente.

Cuando la mañana llegó, lo primero que hice fue salir de casa sin siquiera desayunar para ir al quiosco del colegio y pedirme una taza de té junto a dos panes con huevo. Fue lo único que me pude comprar con el poco dinero que me quedaba de la semana.

Ya con el estómago lleno, me dirigí hacia el salón por el pasadizo trasero divisando nuevamente al mismo grupo de estudiantes reunidos en los exteriores de la sala de los docentes. Para mi desgracia, Jean Pierre y Carmen también se encontraban presentes, divisándome a la brevedad pese a mi torpe intento por pasar desapercibido.

- Quien sea avisa para ir a desayunar juntos _mencionó la chica de gran tamaño mientras me pegaba con su hombro. Su tono de voz, entre recatado pero atrevido, me puso nervioso.

- Lo siento, no suelo llegar tan temprano _me excusé, apartándome unos metros para retomar mi camino. Sin embargo, su compañero no dudó en preguntarme nuevamente por el estado de salud de Matilda_. Ya te dije que está bien. De hecho, justo ahora estoy yendo a recogerla. No debe de tardar mucho en llegar.

- Genial, entonces vamos contigo _contestó envalentonado_. De paso me la presentas, por favor. No quiero ser descortés.

- No, gracias _frené sus pasos en seco_. No quisiera interrumpirlos. Se ve que están algo ocupados con sus asuntos.

Carmen señaló al grupo de alumnos, preguntándome si me refería a ellos. Luego, negó entre sonrisas para asegurar que todavía tenían algo de tiempo libre ya que la tutora general aún no se hacía presente.




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