“Mateo podía llegar a ser muy ignorante en muchos aspectos de su vida, salvo en una: su felicidad. Era consciente de que no era feliz, y por más de que renegara por ello o que se comparara frecuentemente con sus amigos, realmente no hacía nada para cambiar su situación.
O al menos eso creyó, hasta cierto evento que cambiaría su vida para siempre. Su director le dijo que este, su último año, sería inolvidable para él y vaya que si lo fue. Ni bien empezaron sus clases del último año, conoció a una chica llamada Laura. Ella era linda en todos los aspectos que al menos él consideraba importaba. Físicamente no tenía por qué envidiarle a nadie, académicamente resaltó desde el primer momento que puso un pie en el aula y pretendientes pues, tenía de sobra. Mateo entonces se preguntó: ¿por qué luce triste todo el tiempo?
Fue precisamente esa incógnita, la que los hizo conocerse mejor al encontrar en el otro aquellas ganas por seguir redescubriendo la vida que tanto los había golpeado.
Lo supieron en el acto, eran sobrevivientes. Eso los juntó…
Pero tal perfección de mujer no cedería tan fácilmente por más enamorada que estuviera. Con el tiempo, Mateo descubriría que más que una reacción natural, sería una característica propia de la chica pelinegra: el de dominar en la relación y tener absolutamente la voz de la razón en todo por más equivocada que estuviera.
Su palabra era ley, y eso comenzó a incomodarlo.
Aún con eso en mente, Mateo lo siguió dando todo por ella, por su amada… pero más pronto que tarde vería que su primera historia de amor terminaría desde el primer momento en que Laura dejaría de responderle los mensajes. Desde el primer momento en que dejó de darle los buenos días, o de sujetar su mano en los recreos. “Estoy confundida”, era esa su excusa.
“¿Por qué debo de pagar yo los platos rotos?”, se preguntaba él.
Una botella de cerveza le respondió que los misterios no siempre eran buenos, y que para amar también hay que aprender a soltar. Porque más que otro, predomina el amor que se tiene por sí mismo.
Mateo lo comprendía, más no lo practicaba. Realmente no se amaba, todo ese sentimiento lo depositó en su musa. Una, que en cuestión de meses comenzó a depositar toda su confianza en otra persona. Lo dejó sin más, pero de sentimientos porque de palabra seguía siendo su enamorada. Le mintió en la cara, lo destruyó mil y un veces.
“Y un día, Laura falleció… no…”, aquel escrito fue borrado de sus libretas. Por más afectado que estuviera, nunca le desearía aquel final a nadie. Admiraba mucho a un escritor famoso, él contaba que mató al interés amoroso del protagonista de su primera novela como una forma de liberación. Como quien dice te borré, soy libre.
Vaya mentira más ruin fue esa, le dedicó una secuela.
Mateo entendió así, que el amor es como un carrusel de emociones. Un día puedes estar en lo más alto, feliz y lleno de adrenalina… Y al otro puedes caer en un solo segundo perdiendo todas aquellas motivantes que te impulsaron a subirte en un inicio.
Volvió a estar solo, como al comienzo. Pero aprendió.
Aprendió a no depender de nadie más. Eso le regresó la sonrisa en el rostro, porque significaba que tanto dolor no había sido por nada.
Y eso, lo lleno de un goce agridulce…”
…
Mi cuerpo temblaba del miedo, no me atrevía a despegar la mirada de mis escritos. Escuché un par de susurros y nada más, ninguno de mis amigos. Temí lo peor, ¿será que mi desahogo había sido para nada? ¿Qué al final solo me presenté para hacer el ridículo?
Respiré hondo, y al igual que Mateo me animé a confrontar mis miedos descubriendo que si había ocasionado una reacción en el público: la melancolía. Atentas miradas brillosas se posaban sobre mí en lo que, de a pocos, celebraban el final de mi cuento a punta de aplausos. Mi tutora sonreía, mis amigos en cambio seguían petrificados por tal confesión. Stephany solo se limitó a mirarme brevemente para luego agachar la cabeza. Matilda fue la única que rompió en llantos, identificada claramente con el personaje de Laura.
Inclinó su cabeza con dirección a la salida, invitándome sutilmente a acompañarla. Invitación que no me atreví a rechazar.
Sabía que si existía un momento en esta vida en el que ambos volveríamos a hablar, ese sería ahora.
Correspondí un par de felicitaciones de los docentes, y sin más me aventuré a buscar a la pelinegra encontrándola cerca del estrado de primaria. Fácil hubiera sido para mí alcanzarla cortando camino por los corredores que conectaban con los baños y el auditorio, pero en su lugar rodeé el perímetro por el pabellón trasero al quiosco para hacer una breve parada. Ya en mi destino, subí lentamente por las escaleras y la vi sentada al límite de aquella base cuadrangular, con las piernas tendidas en el aire y la mirada fija hacia el espacio de secundaria.
Tomé asiento a su lado, y luego le extendí una galleta de agua.
- ¿Cómo en los viejos tiempos? _preguntó, llorosa.
Respondí que sí, con una media sonrisa.
Degustamos un par de los aperitivos en silencio. Ni siquiera el ruido generado por las carpetas que movían los niños de primaria nos perturbaron. Algunos incluso se nos quedaban mirando en lo que iban sacando sus cosas para la exposición. Matilda sonreía brevemente de vez en cuando, hasta que al final rompió el silencio formulándome una pregunta inesperada:
Editado: 08.03.2021