Historia de horror

La boca heredada

La boca heredada

Durante generaciones ha existido una familia en especial que ha permanecido a lo largo de la historia como una de las más importantes en una ciudad costera: la familia Miller.
Esta familia, que ha existido por generaciones, es vista como una de las grandes aristocracias de sangre azul. Sin embargo, la característica más notable de esta familia no era su linaje, sino la cicatriz que todos llevaban en el cuello.

Toda la familia Miller nacía con la misma cicatriz. Esto ya llevaba ocurriendo generación tras generación. Así era como todos los reconocían.
La familia Miller era conocida por ser justa y noble con todos los ciudadanos. Era muy próspera, siempre con una vasta fortuna.

Todos decían que esa familia se mantenía por el gran carácter que poseían, y que gracias a eso habían prosperado hasta entonces, dando siempre una oportunidad a todos los que no tenían nada. Les ofrecían un nuevo hogar y los enviaban a nuevas ciudades, siendo reconocidos como una gran familia.
Acogían a indigentes, huérfanos y personas sin nada, dándoles una oportunidad de comenzar una nueva vida. Así era como todos los veían.

El joven maestro de la familia Miller estaba por cumplir los 15 años, preparándose para convertirse en el nuevo cabeza de familia, ya que a esa edad se les reconocía como adultos.
Esta familia no solo era muy conocida por su gran compasión, sino también por su misterio, pues cada vez que un nuevo cabeza de familia se alzaba, el anterior desaparecía sin dejar rastro. Aquello dejaba a todos con dudas y rumores sobre lo que realmente ocurría.

La ceremonia de mayoría de edad estaba a punto de comenzar.
El nuevo cabeza de familia, Fausto Miller, era conocido por su carácter fuerte y noble, como lo habían sido los patriarcas anteriores.
A pesar de su corta edad, era muy querido por toda la ciudad. Siempre ayudaba a los que más lo necesitaban: repartía comida, medicinas o ropa, y solía vagar por toda la ciudad prestando ayuda.
El pueblo lo alababa por su generosidad.

La noche había llegado, y finalmente se convertiría en el nuevo líder de la familia. Se anunció una gran fiesta a la que todos estaban invitados; las puertas de la mansión estaban abiertas.

Dentro de la gran casa se sentían los años. Era vieja, pero fuerte, con muchos más por delante.
Toda la ciudad asistió al banquete. Había ruido por doquier, risas de alegría se escuchaban por todos lados. Era una vista llena de vida… hasta que, de pronto, todos guardaron silencio.

El nuevo patriarca se presentó ante todos:

—Yo, Fausto, acepto la posición como nuevo cabeza de familia. No dejaré que la familia Miller recaiga.

Levantó una copa con un líquido rojo y bebió frente a todos. La multitud estalló en aplausos al ver cómo Fausto tomaba el liderazgo.
Sin embargo, la intriga sobre lo que había pasado con el anterior patriarca seguía flotando en el aire, pues jamás se había vuelto a saber de él.

La fiesta continuó con bailes, música clásica y un ambiente lleno de energía y alegría. Todo transcurría como debía… hasta que, pasada la medianoche, el nuevo señor desapareció por completo.
Algunos lo buscaron, deseando seguir festejando con él, pero no lograban encontrarlo.

En el fondo de la mansión, por un pasaje secreto, Fausto caminaba con una vela en la mano. Descendía lentamente hacia una habitación oculta, donde su padre lo esperaba.

—Ya llegaste, Fausto. Te estaba esperando.
—Sí, padre. Siento la tardanza, pero no me dejaban ir fácilmente.
—Es hora de comenzar la ceremonia.

El padre de Fausto tomó una cuerda y comenzó a tirar de ella. Desde la oscuridad salieron un niño de unos diez años y un anciano de sesenta y cinco, ambos amarrados y amordazados, como si fueran

animales.

Con una voz herida, el padre anunciaba:

—Hoy has cumplido los quince años. Es hora de que tu boca hable.

Fausto rápidamente descubrió su cuello por completo y, con dolor, tomó una navaja que estaba frente a él. Se cortó justo en medio de la cicatriz que poseía. De ella salió una boca nueva, que empezó a hablar por sí sola:

—Un nuevo despertar requiere nuevas vidas. Es hora de que me alimentes.

Mientras los dos cautivos observaban lo que pasaba, sin entender qué era lo que sucedía, intentaron huir, pero no podían. El padre de Fausto los tenía completamente inmovilizados.

—Yo también quiero un poco —hablaba una boca que provenía del cuello del anterior patriarca.
—No es tu turno. Debes aguantar —respondía el patriarca al mismo tiempo.

El niño y el viejo solo podían llorar del miedo. Intentaron zafarse sin resultados, haciéndose daño.
Fausto empezaba a acercarse a los dos cautivos mientras la nueva boca se relamía los labios, esperando probar algo delicioso.

—Es hora —decían, mientras se abalanzaban hacia ellos.

La nueva boca empezó a desgarrar al niño pedazo a pedazo mientras este intentaba gritar del dolor que lo consumía. La sangre se escurría por todas partes; era como ver a un animal muerto de hambre.

Con sus manos, Fausto tomó el corazón del niño y, con su nueva boca, empezó a comérselo, acabando por completo con la vida del pequeño.
El viejo, aterrorizado por lo que veía frente a él, intentó arrastrarse hacia la puerta, pero el padre de Fausto nuevamente lo arrastró, dejándolo frente a su hijo.

Los ojos de Fausto estaban vacíos y sin vida. No sonreía, pero tampoco mostraba disgusto.
Nuevamente comenzó la carnicería: la boca empezó a morder su pecho, comiéndoselo pedazo a pedazo hasta llegar a su corazón. El viejo se retorcía de dolor hasta que, finalmente, se detuvo.

Fausto había llegado completamente al corazón; lo tomó entre sus manos y se lo comió con su nueva boca.

—Felicidades, hijo. Al fin te has convertido en todo un hombre —decía su padre con una sonrisa—. Es hora de que veas al resto de la familia.




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