Historia de horror

El viento con voz

El viento con voz

En un pequeño pueblo alejado de todo, con una población de apenas 152 personas, vivían en paz y armonía los unos con los otros.
Todos los jóvenes, al crecer, se iban alejando poco a poco del pueblo y partían hacia las grandes ciudades en busca de oportunidades. Por ello, el pueblo se hacía cada vez más pequeño.

Tomás, un chico de 17 años, iba caminando junto a sus amigos Juan y Pepe, también de 17. Conversaban sobre el futuro y sobre sus deseos de dejar aquel lugar.

—Ya quiero tener 18 para irme de este maldito pueblo —decía Tomás con una voz seria.
—No lo sé, Tomás —respondió Juan—. Este pueblo no está tan mal, es muy tranquilo. Yo creo que me voy a quedar.
—¿Y tú qué dices, Pepe? ¿Te irás o te quedarás como Juan? —preguntó Tomás.
—No lo sé todavía —respondió Pepe—. Quiero quedarme, pero aún no estoy seguro. Tengo que pensarlo un poco.

Mientras hablaban tranquilamente, un fuerte viento empezó a soplar, y en medio de ese viento comenzaron a escucharse susurros que pronunciaban los nombres de Juan y Pepe.

—Oigan… ¿escucharon eso? —preguntó Tomás.
—Sí —respondió Juan—. Mencionaron nuestros nombres.
—Tal vez alguien nos está llamando —dijo Pepe, algo nervioso.

Nuevamente el viento sopló con más fuerza, trayendo susurros que repetían los nombres de Juan y Pepe.

—Otra vez… lo escuché —dijo Tomás.
—Yo también —respondió Pepe—. Estoy seguro de que decían mi nombre… y el de Juan.

—Esto está muy raro, mejor vámonos —propuso Tomás.

Sin prestarle más atención, los tres regresaron a sus casas, pensando que solo habían escuchado mal o que alguien les estaba jugando una broma.

A la mañana siguiente, Tomás fue a buscar a sus amigos, pero había un gran alboroto frente a sus casas.
Los padres de Juan y Pepe estaban desesperados, buscándolos por todas partes.

—Tomás, ¿no has visto a Juan o Pepe? —le preguntaron con voz temblorosa.
—No —respondió Tomás—. Ayer nos despedimos por la tarde y todo estaba bien… No los he visto más. ¿Pasó algo?

Un policía se acercó a Tomás y le explicó la situación: Juan y Pepe habían desaparecido, dejando únicamente la ropa que llevaban puesta.

Sin saber qué hacer, Tomás comenzó a buscarlos por los lugares que solían frecuentar, pero no encontró rastro de ellos. Buscó por todo el pueblo, sin éxito.
Preocupado, no tuvo más remedio que regresar a su casa, esperando que al día siguiente aparecieran.

Pero a la mañana siguiente el escándalo volvió.
Uno de sus vecinos había desaparecido, y su esposa lo buscaba con desesperación, gritando palabras entrecortadas: decía que su esposo había desaparecido frente a sus ojos, dejando únicamente su ropa.

El pueblo entero comenzó a preocuparse, y las autoridades decidieron tomar los casos en serio.
Cada día había más y más desapariciones, y lo único que quedaba de los desaparecidos eran las prendas que llevaban puestas.

El jefe del pueblo organizó una reunión de emergencia para todos los habitantes.
En ella se discutió el tema con angustia. Entre todas las voces alteradas, una se alzó para imponer orden:

—¡Silencio, todos, silencio! —gritó el alcalde—. Sé que están preocupados por estas desapariciones, pero si no se calman, no podremos hacer nada.

El alcalde levantó la voz, tomando el control de la situación.
Pidió a todos que pensaran si había algo extraño que pudieran contar sobre los desaparecidos.

Durante un largo silencio, una voz temblorosa se levantó entre la multitud:

—Yo… antes de que mi papá desapareciera… hubo un viento fuerte… y escuché cómo lo llamaban. Después, en la noche desapareció.

Con esa revelación, todos comenzaron a recordar que habían pasado cosas similares antes de cada desaparición.
Tomás, en medio de la multitud, también recordó que había escuchado los nombres de Juan y Pepe mientras el viento soplaba, y al día siguiente ellos habían desaparecido.

Todo el pueblo comenzó a temer, pues aquello no tenía lógica alguna.
Las personas simplemente desaparecían cuando el viento las nombraba.
Tomás no podía creerlo; le costaba aceptar que la gente se desvaneciera sin explicación.
No tenía sentido.

—Está bien, silencio —dijo el alcalde, intentando calmar a la multitud—. Tal vez solo sea una coincidencia. ¿De verdad creen que las personas desaparecen como si nunca hubieran existido? Debe de haber una explicación lógica para esto.

Mientras el alcalde intentaba tranquilizar a los vecinos, la multitud no dejaba de hablar.
Algunos mencionaban que tal vez fueran extraterrestres, otros decían que eran demonios.
Cada vez las discusiones se volvían más y más descabelladas, hasta que finalmente la reunión terminó.

El alcalde solo les dio una advertencia:
—Tengan cuidado. Presten atención y no salgan cuando haya viento fuerte.

Él pensaba que alguien estaba secuestrando a la gente del pueblo.
Esa era, para él, la explicación más lógica.
O tal vez —pensaban algunos—, la gente simplemente se iba del pueblo buscando nuevas oportunidades, como siempre lo habían hecho.

Pero las voces comenzaron a alzarse, diciendo que entre los desaparecidos también había niños.
Era imposible que se hubieran ido solos.

Esa misma tarde, mientras todos regresaban a sus casas, el viento volvió a soplar, y con él llegaron nuevos nombres.
Todos los que escuchaban el suyo se volvían locos de miedo, gritando:
—¡Ahora me toca a mí!

Corrían a sus casas y se encerraban, aterrorizados.

Entre los nombres que el viento trajo aquella vez, estaban los padres de Tomás.

Tomás, preocupado, corrió rápidamente hacia ellos, tomándolos de las manos, suplicando que no desaparecieran.

—Tomás, cálmate —le dijo su madre con voz temblorosa—. Tu padre y yo no desapareceremos, te lo prometemos.

A la mañana siguiente, Tomás fue a ver a sus padres, pero lo único que encontró fueron las ropas que llevaban puestas.
Sus padres habían desaparecido.




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