La casa que respira
Una pequeña familia, integrada por Martín, el padre; Julia, la madre; y su hijo Kevin, se mudó a una vieja casa en una granja a las afueras de la ciudad, comenzando así una nueva vida.
La casa no era pequeña, pero sí antigua. La habían comprado en un remate del banco, consiguiéndola a buen precio, aunque gastando todo su dinero en el proceso.
—Bueno, nuestra nueva vida comienza ahora —decía Martín con una voz llena de energía, mientras escuchaban los pájaros cantar a lo lejos al bajar del auto.
Julia observó con detenimiento la casa.
—Cariño, parece que necesitamos pintar la casa. Tiene un color feo, y no me gusta.
Martín empezó a mirar detenidamente la casa, expresando el mismo punto de vista que su esposa.
—Tienes razón, Julia. Deberemos pintarla. Pero antes necesitamos ganar un poco de dinero, ya que lo gastamos todo en esta compra. Así que tendremos que aguantar un poco antes de hacerlo.
Julia asintió con la cabeza, comprendiendo las palabras de su esposo.
—Kevin, sal del auto —dijo Martín—, es hora de explorar la nueva casa.
Somnoliento, Kevin bajó lentamente del carro, estirando su cuerpo mientras miraba por todas partes.
—Ya llegamos. Esta es nuestra nueva casa —dijo con una sonrisa.
—Sí, este será nuestro nuevo hogar —respondió Julia, acariciando la cabeza de Kevin.
Rápidamente, Kevin, lleno de energía, entró corriendo a la casa y empezó a explorarla, eligiendo su habitación: una estancia en el segundo piso.
Mientras tanto, sus padres desempacaban las cosas del coche.
Al anochecer, Kevin, curioso, preguntó:
—Papá, hay unas habitaciones que no se abren. Hay una habitación extra en el sótano que tampoco abre. Es muy extraño, intenté abrirlas, pero no pude.
—Está bien, Kevin —dijo Martín—, mañana las revisaremos. Por ahora, quédate en la habitación que escogiste.
Esa noche, mientras la familia dormía, extraños ruidos comenzaron a oírse.
Todos los escuchaban. Parecían venir de las paredes.
El padre, intrigado, se acercó a una de ellas y pegó el oído, escuchando atentamente. Tras unos segundos, con el rostro sorprendido, dijo que los sonidos parecían respiraciones humanas.
La madre, abrazando a su hijo con miedo en los ojos, preguntó:
—¿Crees que sea alguien que se metió a la casa?
—No lo sé —respondió Martín con voz temblorosa—, pero voy a averiguarlo.
Tomando un bate, comenzó a revisar toda la casa, mientras Julia y Kevin permanecían encerrados en la habitación.
Al regresar, Martín explicó, confundido, que no había encontrado a nadie.
Entonces Kevin, con una voz pequeña, dijo:
—¿Y si están en las habitaciones que no se pueden abrir?
Un sudor frío recorrió el cuello de Martín.
Pensó cómo no se le había ocurrido antes: tal vez alguien vivía dentro de la casa, encerrado en esas habitaciones.
Tomando el bate, comenzó a golpear las puertas cerradas una y otra vez, pero eran firmes y no cedían fácilmente. Intentó abrirlas con las llaves que le habían dado al comprar la casa, pero ninguna funcionaba.
Entonces pegó nuevamente el oído a la puerta… y otra vez escuchó aquel sonido: una respiración, profunda y lenta.
Golpeó la puerta con fuerza y gritó:
—¡Sé que estás ahí! ¡Sal ahora o llamaré a la policía!
Pero nadie respondió.
Solo la respiración seguía, acompasada, como si algo o alguien esperara del otro lado.
Cansado y asustado, Martín tomó un martillo de sus herramientas y se preparó para romper la puerta con todas sus fuerzas para abrirla.
La madera crujía y se astillaba poco a poco, mientras el sonido detrás de ella se hacía cada vez más fuerte.
Una extraña sensación recorrió el cuerpo de toda la familia: el aire se volvió pesado, denso, casi irrespirable.
Finalmente, la puerta cedió, dejando ver una oscuridad tan profunda que parecía absorber la poca luz del pasillo.
En esa habitación no había ventanas; era un espacio cerrado, cubierto de sombras.
Con cuidado, Martín entró gritando:
—¿Quién está ahí? ¡Sal ahora!
Pero no hubo respuesta.
Solo el sonido de la respiración continuaba, acompasado, profundo, humano.
Martín pidió a Julia:
—Tráeme un cerillo, necesito ver.
Julia corrió nerviosa a buscarlo mientras su esposo permanecía en guardia frente a la puerta, observando con atención la oscuridad, sintiendo los movimientos y el respirar de alguien… o algo.
Por más que hablaba, nadie respondía.
—Cariño, aquí están los cerillos —dijo Julia, temblando.
Martín los tomó con cuidado y encendió uno rápidamente.
La pequeña llama apenas alumbraba un poco; encendió otro, acercándose lentamente hacia el centro del cuarto, esperando ver algo.
De pronto, soltó el martillo y cayó de espaldas, sin fuerza en las piernas, con el rostro completamente pálido.
—¡Cariño, qué te pasa! ¡Reacciona! ¿Qué viste? —gritaba Julia, moviéndolo con desesperación.
Martín no respondía. Julia, entre lágrimas, le dio una fuerte bofetada.
Entonces, él reaccionó al fin, temblando de pies a cabeza.
Con voz quebrada, apenas pudo decir:
—Tenemos que irnos.
Tomó la mano de su esposa y la de su hijo.
—¡Ahora, corran!
La familia con rapidez fue hacia la salida, pero al intentar abrir la puerta principal no se movía.
Martín intentó romperla con el martillo, pero no le hizo ni un rasguño.
Golpeó una y otra vez, con furia y desesperación, sin lograr nada.
Intentaron escapar por las ventanas, pero también parecían reforzadas o selladas; ni siquiera el martillo lograba romperlas.
—¡Papá, por el sótano hay una salida! —gritó Kevin.
Sin dudarlo, Martín corrió hacia el sótano junto a su familia.
Julia, con la voz quebrada, insistía mientras bajaban:
—¡Cariño, qué es lo que viste! ¡Dímelo, qué viste ahí adentro!
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Editado: 29.10.2025