Clara sentía que su paciencia había llegado al límite. Sentada en el pequeño sofá del departamento que compartía con Germán, sus ojos seguían cada uno de sus movimientos. Él, inclinado frente a la estantería, organizaba con meticulosidad obsesiva su colección de figuras de los jugadores más icónicos de River Plate.
Cada pieza estaba alineada con precisión casi quirúrgica, como si fueran trofeos de una vida que, a pesar de compartir el mismo espacio, ella sentía ajena.
Mientras tamborileaba los dedos contra el reposabrazos, un torrente de pensamientos invadía su mente, acumulándose como una tormenta a punto de desatarse. Recordó las veces que intentó planear una salida juntos, solo para ser relegada por un partido o una conversación interminable sobre tácticas futbolísticas con sus amigos.
Sentía que era una sombra en su vida, una presencia que Germán ni siquiera notaba.
Finalmente, el silencio del salón se volvió insoportable.
—¿En serio, Germán? ¿Otra vez con esas figuritas? —soltó, incapaz de contenerse más.
Él, absorto en su tarea, ni siquiera se molestó en girar la cabeza.
—No son "figuritas", Clara. Son piezas de colección. ¿Cuántas veces tengo que explicártelo? —replicó con un tono que mezclaba fastidio y condescendencia.
—¿Y qué importa cómo las llame? —respondió ella, cruzando los brazos—. El punto es que pasás más tiempo con esas cosas que conmigo. Ni siquiera recuerdo la última vez que cenamos juntos sin que el televisor estuviera encendido con un partido.
Germán suspiró y se incorporó lentamente, girándose hacia ella. Su expresión, una mezcla de cansancio y desdén, encendió aún más la furia que Clara contenía.
—Clara, no exageres. Solo estoy acomodándolas. Esto me relaja, ¿entendés? Después de un día de trabajo, necesito desconectar.
—¿Desconectar de qué? ¿De mí? —le espetó con un tono afilado, su ceja arqueada como si quisiera desafiarlo a negarlo.
Germán alzó las manos, frustrado.
—¡No todo gira alrededor tuyo! —su voz se elevó un poco más de lo habitual—. ¿Por qué siempre haces esto? Siempre que hago algo que me gusta, lo convertís en un problema.
Clara se levantó del sofá, señalándolo con un dedo acusador.
—¡Porque ya no hay "nosotros", Germán! Todo es River, los partidos, los jugadores, las malditas figuras. ¿Dónde quedo yo en todo eso?
Su voz se quebró al final, revelando el dolor detrás de su enojo. Pero Germán, lejos de empatizar, simplemente se encogió de hombros.
—No sé qué querés que haga, Clara. Esto es parte de quién soy. Si no podés aceptarlo...
—¿Aceptar qué? ¿Que siempre voy a ser menos importante que un equipo de fútbol? —lo interrumpió, su tono teñido de ironía y amargura.
—¡Basta! —gritó Germán, pasándose las manos por el cabello en un gesto de exasperación—. ¿Sabés qué? Mejor voy a salir. No tengo ganas de seguir discutiendo.
—¡Claro, huí como siempre! ¡Eso es lo que mejor sabés hacer! —le lanzó, viendo cómo él tomaba sus llaves y salía del departamento, cerrando la puerta con un portazo.
El eco del golpe resonó en el espacio vacío, dejándola sola en un silencio que parecía aún más pesado que sus propias emociones. Clara se dejó caer nuevamente en el sofá, su rabia disolviéndose lentamente en una mezcla de tristeza y frustración.
Sus ojos vagaron hasta la estantería, donde las figuras seguían perfectamente alineadas, inmutables, como si fueran testigos silenciosos de su pelea.
—Si tanto las ama, ojalá ellas se queden con él —murmuró, casi como un susurro envenenado.
Esa noche, Clara no logró dormir. Cada vez que cerraba los ojos, sentía una presencia, como si las figuras desde la estantería la observaran con ojos que, aunque inanimados, parecían llenos de intención.
Finalmente, se levantó, cansada de pelear con sus propios pensamientos, y se dirigió al salón.
—¿Qué tienen ustedes que yo no? ¿Eh? —les increpó en un susurro, con lágrimas acumulándose en sus ojos.
Se acercó a la estantería, su mirada fija en la figura de un jugador legendario que Germán veneraba. Sin pensar, la tomó entre sus manos.
—¡Vos! ¡Sos el culpable de todo! ¡La razón por la que nunca me mira, por la que nunca me escucha! —gritó antes de lanzarla al suelo con toda su fuerza. El sonido del impacto resonó como un disparo, y la cabeza de la figura rodó hasta sus pies, deteniéndose como si la estuviera mirando.
—¡Ojalá ustedes se lo lleven, si tanto los ama! —exclamó con la voz quebrada, dejando escapar la furia y el dolor que la consumían.
En ese instante, el aire en el departamento pareció cambiar. Una corriente de frío recorrió el lugar, y las luces titilaron como si algo oscuro y antiguo hubiera sido despertado. Clara retrocedió, abrazándose a sí misma mientras un escalofrío le recorría la espalda.
Por un momento, creyó escuchar un susurro, suave pero lleno de burla. Miró hacia las figuras. Allí seguían, alineadas, pero había algo en ellas que parecía diferente, como si la quietud de antes hubiera sido reemplazada por una vibración apenas perceptible, una presencia que la observaba desde la penumbra.
Clara tragó saliva y se obligó a volver a la cama, pero mientras se acomodaba bajo las sábanas, supo que algo había cambiado para siempre. Las figuras ya no eran solo objetos. Y ella había sido quien las había despertado.
Clara intentó insistir en sus advertencias, pero la fría indiferencia de Germán la detuvo. Sin embargo, los extraños movimientos de las figuras continuaron, desafiando la lógica. Algunas mañanas, encontraba una figura inclinada hacia adelante o un brazo ligeramente girado en una dirección diferente, como si estuvieran realizando sutiles maniobras para captar su atención.
A menudo, sentía sus ojos, pintados y vacíos, fijos en ella, siguiéndola por cada rincón del departamento.
—Estás exagerando, Clara —decía Germán con una carcajada cada vez que ella mencionaba lo sucedido—. ¿De verdad crees que tus paranoias van a lograr que deje de disfrutar algo que me gusta? Esto ya es ridículo.