Historia de terror argentina: Antología.

Capítulo 4: La Noche del Payaso.

Era una noche oscura y tormentosa. El viento aullaba ferozmente, desgarrando la quietud de la oscuridad, mientras las ráfagas de lluvia golpeaban las ventanas de la casa con furia, como si el cielo mismo intentara invadir el interior.

El retumbar de los truenos sacudía las paredes, y el destello de los relámpagos iluminaba la habitación en destellos intermitentes, añadiendo un aire de terror al ya inquietante panorama exterior.

Dentro, sin embargo, la escena era completamente diferente. La sala estaba iluminada solo por las velas de una tarta de cumpleaños, que aún no se había cortado, y cuyo suave resplandor titilaba en la penumbra, creando un contraste desconcertante con la tormenta furiosa que rugía fuera.

Los globos de colores flotaban en el aire, como si estuvieran suspendidos en una celebración que nunca llegaba, mientras las guirnaldas adornaban las paredes con una vibra festiva que chocaba con la atmósfera lúgubre que parecía haberse apoderado de la noche.

Miguel, un niño de diez años, se encontraba sentado en el suelo de su sala, completamente ansioso. Su mirada estaba fija en su reloj de pulsera, que marcaba el paso del tiempo con lentitud insoportable, como si el universo estuviera conspirando para retrasar el momento que tanto había deseado: la llegada del payaso para su fiesta de cumpleaños.

Había esperado ese momento durante semanas, quizás meses. Un payaso profesional, como los de la televisión, que iba a llenar la noche con risas, globos y trucos, que haría que todos se divirtieran con sus chistes y números cómicos.

Era el sueño de cualquier niño, y Miguel no podía contener su emoción. A lo largo de los años, había imaginado cómo sería ver un espectáculo así en vivo, cómo sus amigos se reirían y se asustarían al ver los trucos imposibles, las figuras de globos, los malabares y los chistes interminables.

El payaso sería, sin duda, la estrella de la noche.

A pesar de que la casa estaba en completo silencio, sin el sonido del teléfono o el timbre de la puerta, Miguel no se preocupaba. Todo en su vida era perfecto... hasta esa noche. La lluvia seguía cayendo con fuerza, y el viento golpeaba las ventanas con tal intensidad que las cortinas se movían violentamente, pero Miguel estaba tan absorto en su anticipación que apenas si lo notaba.

Estaba acostumbrado a las tormentas, a los truenos y a los relámpagos. A lo largo de los años había aprendido a ignorarlos, a no dejar que le robaran la atención, pero esa noche, algo era diferente. La tormenta parecía envolver la casa de una manera extraña, como si presagiara algo mucho más oscuro.

¿Por qué no llegaba el payaso? Miguel se preguntó mientras miraba por la ventana, esperando ver la figura pintoresca que imaginaba, con su peluca colorida y su nariz roja.

Pero la noche, en lugar de acoger la presencia alegre de un payaso, estaba demasiado quieta. Demasiado oscura. Como si algo estuviera esperando, aguardando el momento de romper el silencio.

De repente, un golpeteo en la puerta rompió el silencio de la casa, un sonido agudo y breve que hizo que Miguel se levantara rápidamente. Su corazón comenzó a latir con fuerza, ¡Era él!

La sensación de que todo estaba a punto de empezar lo invadió con una mezcla de emoción y nerviosismo. Corrió hacia la entrada con una sonrisa en el rostro, convencido de que finalmente su fiesta había comenzado.

Abrió la puerta con rapidez, pero lo que vio en el umbral lo hizo detenerse en seco. No era el payaso alegre y colorido que había imaginado. No era el hombre que había esperado con tanta ilusión.

Frente a él, en la penumbra de la noche, había una figura alta, imponente, de pie en la oscuridad, casi fundiéndose con el entorno. Su rostro estaba completamente cubierto por un maquillaje grotesco, pero había algo en él que no encajaba.

Los ojos del payaso brillaban con una intensidad inquietante, casi sobrenatural, y su boca, rodeada de una gruesa capa de pintura roja, no parecía una sonrisa, sino una mueca cruel y grotesca.

Era como si el maquillaje en lugar de suavizar su rostro, lo distorsionara, dándole una apariencia más aterradora de lo que Miguel había esperado.

El traje del payaso era de un blanco sucio, deslucido, con manchas de colores deslavados que parecían haber sido arrastradas por el tiempo. La peluca, roja como el fuego, se movía con el viento, como si tuviera vida propia, como si respirara y se agitara al ritmo del ambiente.

Un aire denso y pesado emanaba de la figura, algo que no era el típico aire de un payaso amistoso y juguetón, sino el de algo más oscuro, mucho más siniestro. Un escalofrío recorrió la espalda de Miguel al darse cuenta de que el ambiente había cambiado, como si la figura del payaso trajera consigo una sombra que se extendía por toda la casa.

Miguel, paralizado por el miedo, intentó sonreír, pero sus labios temblaban sin poder evitarlo. No podía creer lo que estaba viendo. ¿Este era realmente el payaso que había esperado toda su vida? Con voz temblorosa, intentó preguntar:

—¿Ehh... tú... eres el payaso? —pero sus palabras salieron mucho más débiles de lo que esperaba. La voz le temblaba, atorada en su garganta como si algo estuviera oprimiéndola.

El payaso no respondió de inmediato. Solo inclinó la cabeza lentamente, y sus ojos nunca se apartaron de los de Miguel. Entonces, de su boca, salió un murmullo profundo y rasposo que hizo que el corazón de Miguel se detuviera por un instante:

—Sí... soy yo... —dijo, su voz más un susurro venenoso que una respuesta tranquilizadora.

Miguel sintió un escalofrío helado recorrer su espalda. No era la respuesta que esperaba, ni mucho menos la que quería escuchar. El aire en la entrada parecía volverse más espeso, más pesado, como si algo invisible se hubiera instalado en el lugar. La tormenta afuera rugía más fuerte, los truenos hacían que las ventanas temblaran con cada retumbar. La sensación de estar atrapado se intensificaba.




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