Historia de terror argentina: Antología.

Capítulo 6: Noche en el cementerio, parte 2

Tomás despertó lentamente, la cabeza doliéndole con intensidad. Intentó moverse, pero pronto se dio cuenta de que estaba atado. Sus muñecas estaban firmemente sujetas a las rejas de un antiguo mausoleo, el metal frío y oxidado perforando su piel.

El ambiente era sombrío, con una atmósfera espesa y cargada de una energía que no podía comprender. La luz de la luna apenas iluminaba el lugar, proyectando sombras alargadas sobre las paredes de piedra.

A su alrededor, los chicos lo observaban en silencio, con expresiones que mezclaban preocupación y tristeza. Juan Carlos fue el primero en acercarse, su rostro grave, sus ojos fijos en los de Tomás.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Tomás, con la voz quebrada por la confusión y el miedo. No podía entender lo que estaba sucediendo. Todo se sentía surrealista, como una pesadilla de la que no podía despertar.

Juan Carlos se arrodilló frente a él, mirando a Tomás con una intensidad que le heló la sangre.

—Es difícil de explicar —dijo con suavidad, su tono serio y cargado de una amargura que Tomás no pudo ignorar—. Pero en pocas palabras, estamos muertos. Y usamos las noches de Halloween para... encontrarte.

Tomás parpadeó, incrédulo, buscando respuestas en la mirada de Juan Carlos. Algo no encajaba.

—¿Muertos? —repitió, su voz vacilante, mientras sus ojos recorrían el rostro de Juan Carlos, buscando alguna señal de que lo que escuchaba no era cierto.

—Sí, estamos muertos. Aunque no sé si eres él... —Juan Carlos sacó una foto de su bolsillo, mostrándole a Tomás una imagen de un joven sorprendentemente parecido a él, casi idéntico. El joven de la foto tenía una mirada triste, como si estuviera marcado por algún destino cruel—. Tal vez solo te pareces mucho. —Juan Carlos guardó la foto en el bolsillo de Tomás, que permaneció en silencio, procesando la información.

—Espera... si yo fuera "él", ¿no debería estar muerto también? —preguntó Tomás, la confusión reflejada en sus ojos. Su mente luchaba por encontrar sentido a las palabras de Juan Carlos.

Sofía, que había estado observando en silencio, finalmente intervino.

—Sí, tal vez... pero quizá seas una reencarnación —comentó con cautela, su voz temblorosa. Pero antes de que Tomás pudiera responder, un susurro lejano cortó el aire. Un sonido que heló la sangre de todos.

Juan Carlos, con una mirada tensa, susurró:

—Juan Carlos, es ella.

El tono de su voz estaba impregnado de una mezcla de temor y urgencia. Los otros chicos comenzaron a alejarse rápidamente de Tomás, como si estuvieran huyendo de algo invisible. Tomás intentó liberarse, pero las esposas le impedían moverse con facilidad. El aire se volvió más pesado, más denso, y los susurros a su alrededor se intensificaron, convertidos en murmullos desconcertantes, llenos de desesperación.

Un frío gélido recorrió su cuerpo, y entonces los vio. Espíritus flotaban a su alrededor, sus formas sombrías y etéreas moviéndose lentamente, como si se arrastraran por la niebla, apenas perceptibles en la penumbra. Tomás sintió cómo la piel de su cuello se erizaba, el pánico subiendo por su garganta. Pero lo que lo heló por completo fue la figura que apareció ante él: la Dama del Blanco.

Tomás tembló al verla. Su presencia era imponente, etérea, como si no perteneciera a este mundo. Sus ojos eran vacíos, llenos de una tristeza infinita, y su vestido blanco se movía con un aire que no parecía natural, flotando como si fuera una extensión del mismo frío que lo envolvía.

La figura no habló, pero algo en el aire hizo que Tomás sintiera una presión en el pecho, una desesperación que lo asfixiaba. La Dama del Blanco extendió la mano hacia él, como una súplica silenciosa, un gesto que podría haber sido una petición o una condena.

El miedo se apoderó de Tomás, pero también una sensación de compasión inexplicable. Algo en esa mujer, en su mirada perdida, le hacía sentir que ella estaba buscando algo, algo que él no entendía. La Dama del Blanco se acercó, sus ojos fijos en él, y Tomás sintió que su cuerpo temblaba sin control.

Pero justo cuando la figura se acercó aún más, un ruido extraño de piedras moviéndose a lo lejos interrumpió la tensión. La Dama del Blanco giró abruptamente, alejándose rápidamente en dirección al sonido, como si algo o alguien la hubiera llamado. Tomás suspiró aliviado, pero su mente seguía dando vueltas a lo que acababa de presenciar. ¿Era ella una madre buscando a su hijo? ¿Qué quería de él?

Con un nudo en la garganta, Tomás levantó la mirada, buscando respuestas, pero lo que vio lo desconcertó aún más. Frente a él, a pocos pasos de distancia, había un niño. No era una figura fantasmagórica como los otros espíritus, sino algo diferente.

Su apariencia era etérea, casi translúcida, y llevaba ropas similares a las de Tomás, pero mucho más antiguas y desgastadas, como si perteneciera a otra época. El niño tenía una expresión mezcla de tristeza y serenidad, y sus ojos reflejaban una sabiduría que no correspondía con su corta edad.

Tomás lo miró fijamente, sin comprender del todo lo que estaba sucediendo. El niño lo observó con una intensidad que hizo que Tomás se sintiera observado hasta lo más profundo de su ser.

—¿Eres... el hijo perdido de la Dama del Blanco? —preguntó Tomás, sin poder evitarlo, su voz temblorosa, casi suplicante.

El niño hizo un gesto con la mano, pidiendo silencio, antes de caminar hacia él. Sin decir palabra, comenzó a desatar las esposas que lo mantenían prisionero, moviéndose con una rapidez sorprendente. Tomás lo miró, desconcertado y aliviado al mismo tiempo, mientras el niño continuaba con su tarea, como si fuera el único que podía liberarlo de esa pesadilla que lo rodeaba.

El niño levantó una pequeña farola, su luz temblorosa iluminando la oscuridad que los rodeaba. Con un gesto de su mano, le indicó a Tomás que lo siguiera. Sin decir palabra, Tomás lo observó mientras el niño comenzaba a caminar con paso firme, como si tuviera un propósito claro en medio de la confusión.




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